martes, 30 de septiembre de 2008

La exposición


Fernando suele vivir en áticos sin ascensor, desde donde perpetra sus sueños y planea hacerlos realidad aun a pesar de la naturaleza: son sus Torres de Babel. El ahogamiento es algo que hay que aceptar cuando se le visita. Recibe a sus huéspedes ataviado con su chilaba y les ofrece té y hachís, y sandía, y algo que leer, escuchar, discutir o comentar. Y a veces nos lee su poesía, y también desenfunda su guitarra, canta, la ofrece, es tañida por todos y hace las veces de marcapasos. Otras veces tiene vino, amantes. Acabo de llegar a su casa en plan visita sorpresa.

- Pasa, me alegro de que hayas venido; gracias por tu visita; ¿quizás te apetece algo de vino? Susana, vístete, por favor, o... Bueno, si no te molesta que esté desnuda... Perdona el desorden, vamos a fumarnos un porro, ¿no? Gracias, gracias por venir. Oh, ¿quieres agua? Te veo algo ahogado por las escaleras pero mira por la ventana, la primavera, tío, las flores, la puesta de sol, ¿estás escribiendo algo? Susana, ¿no te importa que se quede, verdad?- Susana se viste con aire indignado y se marcha dando un portazo.

Fernán se queda con una expresión de sorpresa, aunque una sorpresa lacónica, mientras me mira en pié desde el rellano de la puerta del salón, con su aire de siesta oriental, su pañuelo palestino meticulosamente colocado alrededor de su cabeza. De golpe, se empieza a hacer el duro, pero sabe que no me engaña. En realidad, lo hace para cabrearme. Es su forma de apreciar a la gente.

- No me importa, de verdad, tío, que se vaya. Tengo vino, vamos a emborracharnos- me dice a modo de solución.

Y se pone a leer poemas con intersecciones en árabe, alabando la grandeza de Alá. Otras veces se suele limitar a echarnos a todos porque tiene que estudiar, pero no es el caso de hoy. Así son sus Torres de Babel, construidas sobre los áticos desvencijados de casas antiguas que él elige como morada, sus cinco o seis pisos de escalada para alcanzar su nube hipnótica a donde nosotros, sus amigos-roedor, desertamos de forma masiva.

Salimos de allí y descendemos por las escaleras hasta la tierra caliente aún por el sol y le comento mi profundo desprecio por su luz y su calor. Hemos pasado un rato leyendo algo de Ezra Pound y nos hemos traído el libro con nosotros. Avanzamos veloces por las callejuelas acelerados por el pulso de la conversación y los pasos son sólo el eco de nuestros latidos, de nuestro deseo de que las calles se inunden de mosto, y que las fuentes, como llagas de la tierra, sangren la lava necesaria para que la gente se ame libremente por las avenidas y los parques y las plazas y las iglesias, que en nuestro sueño serán refundadas como balnearios tras la llegada del renacer que Fernán y yo jugamos a planear en secreto, y nos sentimos como Cristo al regresar del desierto, como si fuéramos gérmenes de una enfermedad mental más saludable que la cordura, los nuevos fundadores de una Babilonia de cristal, una Babilonia que vibre al ritmo de la agitación improductiva.

Nos late el corazón muy fuerte, y caminamos emocionados a paso decidido, y recitamos poemas en voz alta, y sentimos que nuestro pecho se expande, y volamos inmateriales, y el aire es cálido, y el aroma de la primavera nos embriaga y nos creemos llamas, nos creemos ángeles.

Fumamos más hachís sentados en una plaza, y escribimos y leemos, y cada verso parece un paso más hacia el surgimiento de la ciudad que soñamos. Y sonreímos, conscientes por vez primera de lo que somos, del hecho que explica nuestro accidentado tránsito por este mundo que hasta hoy hemos espiado a través de la mirilla de una puerta enferma y carcomida y que, tras derribarla de una patada, nos ofrece un espejo donde sumergirnos en nuestro reflejo. Cuando salimos de él para tomar el aire, brindamos.

Aparece Rogelio con su aire somnoliento, ese aspecto de vivir siempre en una siesta, esa actitud de lamento y ofensa, a la vez. Rogelio es un terrorista, un abominable hombre de las nieves, un esquelético ser que parece tener palillos de dientes en lugar de huesos. Rogelio es mitad animal, mitad vegetal, pero sus ramas se ocultan bajo su piel traidora de reptil con aspecto de mamífero. Hay consenso en cuanto al origen de Rogelio, el inmaculado Nosferatu de nuestra ruidosa turba poética. Casi todos opinamos que es un alienígena, alguna forma vírica “pluricelular” llegada de algún planeta con forma de interrogación.

Queremos beber cerveza, hace calor. Rogelio propone beber más vino.

-¿Vino?
-¡Claro, tío, vino!
Nos convence.

Claro, tío, vino, tío. Vamos allá, no se hable más. Esta idea no está nada mal. Apártense todos, por favor. Mande callar a su saco, señora. Vino tinto de Valdepeñas, de Rioja. No hay más discusión. Permítame, por favor. Este es el caso. Aquí estamos. Bien, no nos retrasemos. Cerca, muy cerca de todo y de todos, apartado a la vez, espían nuestros gestos. Resoplamos de ansia y nos relamemos. Maldito el camino. Teletransportémonos a un jardín de anémonas. Ahoguemos a las ranas en los estanques, graznemos subidos a los árboles, masacremos postales turísticas, colémonos en las fotos de las bodas, en las fotos oficiales. Hay una maldición en algunos gestos. Realicemos los gestos prohibidos, escalemos las esculturas, proclamemos la acción del despertador. Fernán-despertador, Rogelio-despertador, Amalia-despertadora y Diana-cazadora. Cazando, despertando. Odiados, estigmatizados. Alaridos en un confesionario, orgasmos exagerados en las procesiones, éxtasis místico, ¿dónde estás?
¡Buscad, malditos, el éxtasis místico!


Rogelio se estira, extiende sus brazos y exclama “¡Oh, Voluptuosidad!” cada vez que pasa una chica, cada vez que lo acaricia la brisa, a cada calada de porro o a cada trago de tinto; o a cada verso de Pound. Es un roedor. Los roedores somos profetas en este estadio de cucarachas, pues aunque ellas sobrevivirán a una hecatombe nuclear, nosotros tocaremos los timbales, tocaremos la guitarra, cantaremos canciones sobre el chirriar de las puertas al son de la destrucción de los núcleos de uranio encadenados.

Vuelan las palomas sobre la plaza y dejan su opinión-excremento de un modo despreocupado sobre los hombres. Exactamente igual que los hombres. Veo miradas perdidas en la nada, similares a las de los gatos de encefalograma plano, en el ajetreo de los peatones vocacionales.

Rogelio nos recita algo de lo suyo. Fernando aplaude con entusiasmo.

- Es realmente tremendo lo que estás haciendo, Rogelio, de verdad. Me llena de rabia que nadie se haya parado a escuchar tu poesía atentamente ni sea capaz de apreciarla, deberías preocuparte algo más por publicar, tío, de verdad...

Rogelio resopla porque desprecia las concesiones, es un graznido dentro de un tonel vacío.

-...deberías ordenar tus versos y pasarlos a ordenador, corregirlos, hacer algo. ¡Joder, tío, vamos a fumarnos otro porro!

Fernando habla y fuma porros para reparar el daño. Yo guardo siempre silencio, yo escucho música, contemplo, pienso, a veces en voz alta, y lo que pienso desagrada. Es parte del directo.

Rogelio nos propone seguir a una chica que acaba de pasar ante nosotros. Seguir a chicas es una de sus aficiones. En cierta ocasión logró convencer a Sylvain Loiseau, un amigo común, para participar en una de sus persecuciones. Cierto es que Sylvain gusta mucho de hacer este tipo de cosas... El caso es que los dos, en silencio sepulcral, siguieron a una pobre infeliz hasta su casa. Una vez en el portal le propusieron que los invitara a tomar un café en su apartamento, a lo que ella se negó airadamente. La dejaron allí y siguieron su camino como si nada, mientras emitían extrañas disquisiciones sobre la relación existente entre la indiferencia y el terror.

Sin embargo, a pesar de sus repetidos fracasos, Rogelio insiste ahora en practicar de nuevo ese extraño deporte, pues aún alberga alguna esperanza de obtener comprensión o encontrar empatía en alguna de sus víctimas, y quiere que ocurra hoy. Yo me niego y luego se niega Fernán.

-¡Claro, tío, seguirla, tío!- exclama Rogelio con terquedad.

Rogelio resopla ante nuestra negativa y en eso queda todo. Su emotividad se manifiesta con resoplidos. Es como una locomotora que jadea, que expulsa vapor para moverse. Sabes lo que pasa a tu alrededor con sólo escuchar su respiración, te puedes evadir a otro planeta sin preocuparte: Rogelio está siempre atento a lo demás, dando parte a su manera.

Alex y yo sostuvimos durante un tiempo la teoría de que a veces, a su voluntad, era invisible. En momentos imprevisibles dejábamos de verlo y reaparecía junto a nosotros, delante de nuestras narices, justo cuando lo comenzábamos a dar por perdido. Parecía hecho adrede. Lo buscábamos con la mirada, no estaba, y siempre resultaba encontrarse caminando próximo, muy próximo a nuestro rebufo. No lo veíamos. Se perdía y lo volvíamos a divisar en el último antro, apoyado en un rincón, solitario, encogido, perpetrando algo, misterioso.

Decidimos largarnos de allí, pues Rogelio sabe de cierta inauguración de una exposición de pintura donde podremos comer y beber gratis. Saquear galerías de arte es otra de sus prácticas habituales.

Cuando llegamos comprobamos que se trata de pintura contemporánea influenciada por la pintura bizantina medieval. Una especie de iconos laicos. El ambiente es el esperado, ¿merece la pena contarlo? Hacemos y consumimos exactamente lo que nos hemos propuesto. Nos apostamos en una esquina del bufe, observamos los cuadros con aire interesado y cierta expresión trascendente. La prisa y el ansia no nos permiten concentrarnos en nada, de todos modos, y al final bebemos descaradamente, comemos descaradamente, miramos a las chicas con sempiterna abstinencia. Gesto fingido tras hipócrita falacia. Mentira tras mentira.

Nos miran mal, nos da igual, etc. El silencio tiene una pureza que suple todas las carencias, así que no añadiré nada más. Aúlla si estás de acuerdo, pared, y luego calla.

Alex suele aparecer de manera inesperada, con su sonrisa de joker y su guitarra al hombro, su aire rítmico de danza caminada. Siempre que se dirige a algún lugar o ninguno, baila, camina y canta a la vez, y eso hace al llegar a la exposición de arte donde hacemos gala de nuestra vocación parásita, pero déjame contarte algo más sobre Alex.

Un viernes me encontraba subiendo por las escaleras hacia mi torre cuando su voz sonó dentro de mi cabeza.

-No se hable más- decía. No se hable más.

En aquel momento comprendí que la noche iba a ser larga, fructífera e intensa. Por lo general, si alguien en cualquier momento propone beber whisky en su santa presencia, Alex siempre apostilla no se hable más; si es fumar hachís, no se hable más; si es marihuana, no se hable más; si es cocaína, no se hable más; si es un plato de merluza a la gallega, no se hable más, pero en este caso lo remata con un algo más musical y rítmico que lo habitual.

Todo va seguido de una lista infinita de no está nada mal.

- No se hable más, Uli, no se hable más. Vaya, esto no está nada mal.

Incluso cuando en cierta ocasión una chica le pidió que la besara.

- No se hable más. No está nada mal. Ajá.

Hay un cierto aire aristocrático en su manera de apreciar esas pequeñas cosas de la vida. Te lo imaginas como un señor, sentado en su sillón, con un gran mostacho, su bata de seda y sus babuchas calzadas, su puro habano en una mano y su whisky doble escocés con hielo en la otra, alabando las excelencias de algún tipo de caviar poco habitual y difícil de conseguir.

- No se hable más. No está nada mal. Sí.

Y es el caso que hoy, antes de visitar a Fernando, subiendo aquellas escaleras hasta mi morada, su voz, igual que antes, ha resonado de nuevo en mi cabeza como si mi cráneo estuviera hueco y fuera de bronce, y su voz fuera el badajo que me llamara a la oración reptil de la noche. Y ahora aparece con la guitarra en la exposición.

- Vaya, vino. Oh, canapés. Hombre, champán. No se hable más. Acércame la bandeja. Oh, no está nada mal, no, nada mal. Hoy tengo ganas de fiesta, sí. Beberemos whisky, no se hable más, Uli, no se hable más.

Acto seguido, cuando sus necesidades más inmediatas son saciadas, toma su guitarra como siempre y entona unas cuantas canciones para los estupefactos asistentes. Al pintor se le atraviesa un montadito de bacalao con salmorejo. Como es de esperar, al día siguiente los críticos de arte lo degollarán en sus reseñas de prensa.

Los críticos de arte son seres extraterrenales, abominables vampiros sedientos de sangre. En una república a su gusto se podría ser ejecutado por llevar una combinación de colores desequilibrada en el pijama. Los críticos de arte desempeñarían un papel burocrático importante. No podrían gobernar, pues para gobernar hace falta iniciativa, por lo que se dedicarían a vigilar y procesar. Eso se les da bien. Instalarían cámaras en todos los rincones y crearían una policía secreta ejemplar.

- Hum, he tenido noticias de que ha estado últimamente alabando las obras de Barceló. Hum...

Sería delito, por ejemplo, observar durante más de un minuto una cafetera, si bien sería considerado falta leve toser ante una obra de Miró, siempre y cuando se vista un chaqué de terciopelo. Las ejecuciones serían públicas, por supuesto, pero se denominarían performances, y los cadalsos, instalaciones. Una nueva inquisición a base de happenings sangrientos. El Inquisidor interrogando a un supuesto hereje.

- Tengo entendido que usted ha declarado que no le gusta Luis Cernuda porque le resulta pomposo. ¿Es eso cierto?

Y los ratones se tapan los ojos ante el horror del hacha rosa silbando al viento con paredes amarillas al fondo, y la sangre configurando un mural.

- Bravo, verdugo, una gran obra, sí señor. Le concedo el título de Artista Mediatizador. Sí...

Hay quien se atraganta con montaditos, pero hay también quien se atraganta consigo mismo con la misma mueca de quien ha sido sorprendido en un acto de torpeza suma, mirando en derredor, asqueado por la sorpresa. Oh, sí...

Mentes calculadoras a quienes aterra el caos: veo una república de mentes calculadoras donde lo imprevisto estará prohibido. La risa tendrá que ser previsible. Los perros serán aniquilados porque nunca se sabe cuándo van a cruzar la calle.

Así son el pintor y los asistentes, que lo asisten intentando evitar que se ahogue. Alguien que necesita ayuda para no morir al comerse un montadito, sin ser un anciano o un discapacitado, realmente merece morir. El mundo-balneario de los ruidosos-mudos que ultiman en desaforada calma las pasiones programadas con orden del día. Enlatados, enlatados. Hay un olor rancio, una pesadumbre de hojalata, de metal oxidado, de ausencia de frescura, de avitaminosis.

Alex continua tocando, canción tras canción. Recibe peticiones, dice sí, pero toca siempre otra cosa. Nunca canta lo que le da la gana, aunque la mayor parte de las veces interpreta algo muy próximo a ello, pues cuenta con un enorme repertorio donde escoger: toca siempre lo que no le piden, lo que es muy distinto a tocar lo que uno realmente desea. No es más que otra forma de dependencia del medio enmascarada en una supuesta independencia radical del mismo lo que, en realidad, hace de ambas actitudes, la servil y la irreverente, posturas gemelas.

Pero no importa, al final nos echan de todos modos cuando hay que cerrar el local, los invitados preguntándose de dónde hemos salido. Un enjambre de patosos espirituosos y neuróticos procedentes de lo más extraño de la psicofauna urbana ha hecho acto de presencia en su celebración. En realidad, un grupo de gilipollas, nosotros. Tras largos años de trabajo y meditación, lo hemos conseguido, pero ha llegado la hora de la ausencia.

- Oídme, ¿por qué no nos vamos a algún bar y nos bebemos unos vinos, eh? nos podemos fumar un porro, todavía me queda algo, no os preocupéis- dice Fernán.


No se hable más, no está nada mal


Al salir, descubro que la calle está empapada por la lluvia y la noche. Ni siquiera me he dado cuenta de la lluvia. Sin embargo, me pongo a recrearme mirando los charcos y los adoquines mojados y brillantes.

¿De qué están compuestos los mosaicos de la lluvia proyectada en las calles? Sus teselas son las gotas que traen el olor del viento y la memoria de haber volado por el cielo, la frescura de la noche que imitan en su caída libre, en su despertar aéreo, en su soledad. Así se siente la lluvia nocturna cuando se camina y todo es amplificado por la ebriedad, bajo el dominio seguro del desasosiego. Y soy el rey que se desliza por un mar de perlas, el brillo del suelo, sus miles de luciérnagas en continuo movimiento. El confidente de las luciérnagas camina feliz, cierra los ojos, extiende los brazos, se siente volar, incorpóreo, y su cuerpo pesado le hace desvanecerse poco a poco. No somos vegetales. No tenemos raíces. Niego. Y niego para afirmar.
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Guitarras



Hacía tiempo que no miraba mi guitarra con apetito goloso; ahora la miro y en el cruce de las cuerdas y los trastes se forma la expectación golosa del que va a jugar a la teja ante el cuadrilátero en el suelo.

Sí, yo jugaba a la teja de pequeño: era uno de los pocos juegos que se pueden hacer en soledad; aún así, no era raro que me interrumpiesen a pedradas los otros, los del fútbol, la lima, las canicas... Otras veces intentaba integrarme y me iba con ellos a jugar con la bici, o nos liábamos a pedradas unos con otros, o con otros chicos. Justo cuando yo me entusiasmaba y bajaba las calles a toda leche en contramano esquivando coches, y compraba petardos y hacía artefactos con excrementos de perro que hacía explotar en la iglesia, y pretendía hacer un grupo terrorista infantil-petardero, me daban de lado. Pasaban de mirarme como a un pseudo-mariquita a verme como un psicópata temprano, pero había algo bueno en eso: ya no me molestaban cuando jugaba a la teja. Más tarde encontré otros divertimentos solitarios, como llamar la atención de las niñas más guapas arrojándoles globos de agua. Correr al final era siempre el nexo común de todos mis juegos. Infancia.

A veces pasaba con mis padres por la calle Sierpes e intentaba que nos paráramos en Damas, donde siempre había guitarras en el escaparate, sin conseguirlo. Me encantaba mirarlas, brillantes, preciosas, suaves, llamativas... alejándose de mí. En la feria a veces había podido observar las orquestas; ya entonces me llamaba la atención el contraste de la atractiva belleza de esos instrumentos con el excremencial uso que de ellos se hacía; ya entonces me juré que nunca sometería a tan bello objeto a semejante humillación. Me daba rabia. Ellos, que sabían tocar y tenían esos instrumentos; ellos, que tenían ese poder en sus manos, hacían mierda en lugar de música. Claro que para mí era algo que formaba parte del todo. Tenía claro que el mundo estaba gobernado por imbéciles que parecían disfrutar jodiendo las mejores expectativas; estaba seguro de que era posible que esos cacharros sonaran como suenan en los buenos discos; que yo sí que lo haría, sería capaz. No sabía cómo. Pero era así, estaba seguro a pesar de mis continuas decepciones con respecto a la vida (particularmente, empecé a ser un escéptico cuando comprobé, tras varias hostias, que con las zapatillas “paredes” no se pueden subir las paredes, al contrario de lo que mostraba el anuncio de la tele, donde se veía claramente a una familia paseando por el costado de un rascacielos- mi madre no me dejó ver Superman cuando se estrenó en el cine).

Ahora veo mi guitarra, la sostengo, y os juro que dan ganas de darle un lametón; pero eso lo he recuperado hace relativamente poco...
Sin embargo, está algo sucia y no la he limpiado. Pero suena a rock cuando brama, eso sí.
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Tapas y protocolo


Mammonio D’Armonnio meó a los comensales. Bueno.

El viernes quedé con él y con mi batería para hacer un pequeño “divertimento” acústico en su casa. Fue bien, aunque extraño. Es la primera vez que veo timidez extrema en la manera de cantar de Mamm. Ya me lo había advertido hace unas semanas, en forma de reproche.

- Me sientas mal, Uli. Eres muy duro criticando y muy radical. Tanto que últimamente me cohíbes para cantar.

Me dijo que quería estar solo, así que me largué. Llevamos tocando juntos más de diez años, y es la primera vez que lo veo cortado y aplatanado, mirándome de reojo, como si no me reconociera. ¿Qué coño pasa? Resulta absurdo. Aquí el tímido soy yo, siempre lo he sido. Por primera vez, además, soy yo quien pasa más tiempo tocando y cantando que él; no quería, insistía en que lo hiciera yo.

Salimos de su casa ya de noche camino de la alameda. Mamm había bebido toda la tarde y ya iba algo ciego.

- Tienedsh que acorrdarte de quién te enseñó mushas de las cosas que shabes, amigo, cuando seash grande...- me decía, haciendo eses sobre la acera y cojeando de un pie. Yo pensé que la gente en general ha visto tantas películas que empieza a actuar conforme a ellas; aún así, no supe que decir. Y no dije nada: seguir para delante y llegar al puto Corral de Esquivel, donde Rubén (que compensa lo del “puto”) trabaja y se mueve como un sabio. Ante esas palabras, ¿qué decir, si no se es un memo, claro?

¿Decirle que fingir las consecuencias no provoca la actualización de los motivos deseados? No somos futuras leyendas ni nadie que vaya a destacar; pero la figura del amigo mentor que lanza a la estrella y luego la deja marcharse resulta demasiado atractiva, demasiado romántica, demasiado autocomplaciente, sobre todo para alguien que bebe como él. Y desde luego, la otra opción, la de decirle que sí, que sí que me voy a acordar de él y que lo tendré siempre presente y que le mencionaré en las entrevistas y en mi biografía, es, en mi opinión, incluso fingiéndolo para complacerle y seguirle el juego, un rasgo megalomaníaco-esquizoide. Seré un simple guitarrista de ciudad, con alguna tocata playera de verano si todo va bien. Y punto. Y muy contento. Siempre que haya alitas de pollo, buenos libros, viento para la mente, verdor de montaña para la poesía, espacio para mancharse con pintura, y lluvia y hogar y tiempo libre para dedicarse a amar, ¿qué más se puede pedir?

Las presas para los vampiros,
los pájaros sólo vuelan entre trinos...

Cuando llegamos estaban allí Espe, Armando (su novio), Pájaro y Gonzalo. Espe y Armando se van a casar. Me lo comunicaron.

- Por cierto, Uli, ¿sabes que nos casamos?

Yo los miré a uno y a otra, puse cara de romanticismo enternecido pre-lágrima, fracasé, los felicité y ella me miró con cara de odio. Mi cara es un libro y se puede leer; es de esos de letra grande.

Supongo que más o menos vio las consecuencias, escritas en mi cara, de pensar que a ella no le podían gustar los borrachos cocainómanos como Armando; que Armando la iba a cagar tarde o temprano con esas aficiones; que se veía en la tristeza de los ojos de Espe (y en su edad) una cierta desesperación por apretar el acelerador; que Armando busca una madre que le salve de sí mismo; que su ex-novia debía estar contentísima...

Armando se puso a trapichear a espaldas de Espe (que no aprueba su conducta), y en secreto mandó a Mamm a por coca, y Mamm volvió con el asunto, y se lo dio fingiendo pedir en la barra mientras ella estaba en la mesa mirando al más allá o escuchando al Pájaro hablar sobre Rimbaud. Y luego desparecían todos y yo sabía lo que estaban haciendo, mientras ella empleaba conmigo un tono sarcástico a la hora de referirse a mi renuncia a fumar y mi no renuncia a los petas. Opté por no decir nada, no dar pie a conversación alguna; por ser un sieso. Total, peor no le iba a caer ya, y ya no me interesaba tampoco caerle bien a ella; ni caerle, a secas.

Cuando volvieron todos, decidí marcharme. Elisa volvía el sábado y me apetecía sumergirme en las sábanas para acelerar el tiempo. Pájaro insistió en que me quedara. Por culpa de su curro casi nunca libra los fines de semana y quedamos poco, pero yo ya no tenía más moral ni ganas ni fuerzas para seguir en medio de ese torbellino. Había algo tenso en el ambiente, como el aire electrificado de antes de una tormenta.

El domingo me contó por teléfono Armando que cuando yo me marché se fueron a otro bar a tomar tapas y que Mamm, ciego perdido ya, sentado a la mesa en la terraza, se sacó la polla y se puso a mear cual aspersor a todo el mundo.

Por un lado ello me obligó ayer a ir a verle y charlar seriamente con él sobre el asunto de la bebida (¿quién mejor que yo, que soy otro- aunque ex- borracho descontrolado?); por otro no pude evitar sentir una cruel satisfacción pues la situación, en cierto modo, sugería esa consecuencia. Y ella. En realidad, la pobre, con lo que le queda con Armando...

- ¿La measte a ella?- le pregunté, sádico, ayer.
- No me acuerdo, tío, no me acuerdo...

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viernes, 26 de septiembre de 2008

Para Elisa



Si bien a principios de verano me quejaba de no tocar, ahora me quejo de hacerlo demasiado. El tema es quejarse. Elisa ha pasado de tener que soportar mis discursos sobre la fatalidad de la vida, el vacuo transcurso del tiempo y “la insoportable levedad” de las tardes (aparte de mis diatribas sobre el mundo en general, y particularmente afiladas cuando llega el caso de los artistas, músicos, actores, etc., finalizando siempre en una maravillosa visión de un campo de concentración donde, internados, tratar sus “males”...) a los contrarios a toda “actividad trepidante y propia de roedores y reptiles” y a una jugosa recreación en la descripción de todos los detalles del agotamiento tanto físico como moral y afectivo. Que tocar desde una improvisación desgarrada implica quemar un poco el alma. Se queda en nada. Volatilizada durante un tiempo.

Y no puedo dormir. Cierto es que Elisa está fuera unos días y que la cama se hace extraña sin su calor, su tacto, su olor... Pero hay más. No estoy acostumbrado a que me aplaudan. Me pone nervioso. Se asienta en el pecho y no me deja descansar, concentrarme.

La jam session de blues va creciendo a pasos agigantados, la sala se llena, vienen músicos mejores (al parecer, Lolo Ortega se ha interesado por nosotros). Llevamos sólo tres semanas actuando (tres jams) y es como si me fuera a ahogar: la noche que lo hago bien me pongo a temblar pensando en cómo me las arreglaré para mantener el listón en la próxima actuación. Y no repetirse, ¿cómo evitar repetirse tocando blues, improvisando miércoles tras miércoles? Toda fuente tiene un límite.

El pasado miércoles, además, me puse ENFERMO tocando. El último peta no me sentó bien y tuve un amago de bajada de tensión sobre el escenario. ¿Cómo se disimula eso? No lo sé, simplemente me dije “tío, no puedes permitirte desmayarte ahora”. El cerebro se desconecta periódicamente durante leves milésimas de segundo (las justas para que te veas en un aprieto rítmico), los dedos no responden con la celeridad necesaria, y con tantos problemas resulta fácil desconcentrarse, resulta fácil, en fin, desmayarse- pero no lo hice. Me recuperé y entonces, en pleno solo, llega el sudor y la palidez. Y ahí estas, expresando rabia rockera cuando lo que tienes dentro es un jazmín con el último pétalo a puntito de caerse. Alguien hizo una foto. Acabamos el tema. Aplausos. ¿?

Así que Elisa me ve ahora nervioso, insomne, agobiado por la actividad.

Sin embargo, todo es para ella.

Hay que estar a la altura de las circunstancias- aunque no te entienda nadie.

jueves, 25 de septiembre de 2008

Tardes con Rogelio

A pesar de que mi ritmo de vida relajado iba poco a poco dando paso a una rutina cada vez más activa, necesitaba más tiempo para trabajar y menos para celebrar. De un modo u otro, a diario acababa implicándome siempre en alguna acción-paranoia perpetrada por alguno de los poetas-roedor.

Siempre acababa yendo con Rogelio a alguna inauguración de alguna exposición, los dos plenamente conscientes de nuestro auto-engaño, en una rutinaria labor de piratería, de robo-fingimiento (fingir robar mal cuando se está robando bien, pero a otro nivel). No había manera de desprenderse de esa adicción, y no se podía evitar estar orgulloso cada vez que salía bien; por eso andábamos siempre como si estuviéramos sentados sobre una nube-alfombra-voladora, como iluminados aparecidos o alienígenas escapados de algún manicomio, porque la enfermedad triunfaba por sí sola. A veces me veía como un privilegiado, a veces como un macarrón mohoso de vertedero. Todo era un sí y un no, y viernes tras viernes nos reuníamos, y lo esperábamos con impaciencia, y escribía poema tras poema sin parar, y le di una utilidad a la mística de la contemplación.

Las tardes con Rogelio estaban llenas del encanto de lo imprevisible. Cuando no nos colábamos en alguna fiesta o inauguración, vagábamos por el centro de la ciudad, pero siempre saltando a pata coja sobre la fina línea que divide y separa a las actitudes delictivas de las legales. A veces lo acompañaba a diversas bibliotecas públicas o universitarias, y entonces empezaba a recomendarme libros que nunca defraudaban. En todos ellos, no obstante, pululaba un cierto aire familiar, el mismo aire de reo que se respiraba en su compañía como por arte de contagio. Otras veces robaba libros en las tiendas y me cedía a mí la primera lectura, pues para él robar libros no debería estar penado, sino recompensado. Intentaba enderezar mi estado mental a través de autores que, cuando no eran apedreados por sus contemporáneos, pretendían dilapidar ellos solos a sus respectivas sociedades. Siempre procuré evitar indagar sobre el mensaje implícito en esa tendencia adroctinadora traducida en pretender sumergirme en mundos donde las piedras (virtuales o no) vuelan por el cielo con malas intenciones.

En la República de Demencia la condena o la glorificación del hurto de un libro dependía principalmente del libro robado en cuestión, y luego de la belleza del hurto en sí. Si se trataba de novela rosa, en fin, ello constituía una nueva ocasión de probar los martillos hidráulicos para asfaltar las calles con personas.

Después nos íbamos a alguna plaza donde fumábamos hachís, y me leía algún poema que hubiera escrito últimamente. Y a veces visitábamos los áticos de Fernando, donde nos invitaba a té, o a vino, y por supuesto siempre a hachís. A veces íbamos los tres a comprar juntos, y nos tomábamos unas cañas saboreando la nueva mercancía en bares cuyos precios inducían a creer en la existencia del amor verdadero. Fernando era más reacio a prestar libros que Rogelio, o Pájaro, pero se disponía de plena libertad para ir allí y leer.

- No, Uli, hoy tengo que estudiar, pero si quieres puedes sentarte ahí y leer algún libro, ¿no te parece?, y luego me hago un porro, ¿vale?

Siempre se podía disfrutar de todo tipo de música (desde árabe hasta heavy metal) y, dependiendo de la época, podíamos encontrar allí a Esperanza o no, aunque siempre disponía de alguna compañera de piso interesante a la que observar con el rabillo del ojo o insultar indirectamente a través de la neutralidad que proporciona la tierra de nadie de la poesía. Aun así, éramos muy dados a crearnos mitos femeninos para poder practicar la adoración platónica, daba igual que estuviera justificada o no, para despresurizar el corazón. Tener demasiado espíritu es como tener demasiado azúcar; su exceso no congenia bien con la naturaleza del mismo modo que volar sin alas proporciona morradas impresionantes a quien no está preparado. Volar sin alas implica un acto de levitación imperativa al que sólo se sobrevive siendo de goma. Éramos pelotas de goma y rebotábamos deprisa y alto en nuestra carcasa-poesía de goma, disfrutando de las cosquillas que tan intensamente se producen en el vientre cuando se sube y se baja a tanta velocidad, cuando se oscila entre los dos extremos de una altura tan enorme, y se sobrevive. Si no puedes evitar el fracaso, engáñalo como a una visita molesta; fabrica carcasas de látex y caucho, crea ficciones verosímiles, genera toda una gama de equívocos con final feliz.

Por las noches oteaba desde mi Torre de Babel, y sentía que el cielo me miraba y me reconocía, y que sabía de mis engaños, y que me observaba con cierta expresión de ironía, preocupación y comprensión, y yo le contestaba que mi designio era el misterio, y le ordenaba mirar hacia otra parte, pues observar era labor exclusiva del loco de la torre. El cielo me contestaba con una caricia de brisa y me dejaba hacer, me dejaba continuar, absorbido por el vacío pleno de algo que no alcanza a ser: el misterio.

Debido a esa adicción a la adoración solíamos visitar a amigas, normalmente de Rogelio, para sentarnos en el sofá y charlar con ellas, e imaginarnos mientras tanto otras tantas fantasías que tenían como objeto a esos idealizados seres. La contemplación no era algo que complaciera a las chicas, que preferían seguir con su rutina de actividades prácticas, y a veces echábamos mucho de menos su olor. Las veíamos sobre todo durante los fines de semana, a no ser que estuviéramos sumergidos en algún romance. Los romances no solían durar, no. La verdad es que no nos aguantaban mucho.

Otros elementos importantes de las tardes con Rogelio eran las películas gratis que se proyectaban en locales relacionados con la universidad y las proyecciones de cortos en diversos bares, además de los recitales poéticos que se daban aquí o allá, pues siempre estaba al tanto de esas cosas. Era un excelente compañero en ese tipo de actos, y por supuesto sabía elegirlos bien; quiero decir que, a veces, sus elecciones parecían síntomas. En su compañía uno se sentía enfermo mental por pura solidaridad.

Algunas veces me proponía a mí mismo permanecer en casa, leyendo, o viendo películas, o escribiendo poemas, o tocando la guitarra, o pintando, o mirando al techo, o procurándome siestas de cuatro horas en un magnífico sofá, pero todas las tentativas resultaban en fracasos. Soñaba con convertirme en un ser íntegro y productivo, soñaba con poder soportar una existencia calmada, una existencia virtuosa, una existencia libre de ojeras y agotamiento, pero no me resignaba a quedarme sin sueños; al menos cumpliéndolos. Cuando no era yo el que buscaba la trepidación improductiva, lo eran los demás.

En una ocasión creí lograrlo. Estaba en el sofá, disfrutaba de la paz, convenciéndome de que aquello estaba bien, las paredes me susurraban cosas con gestos de aprobación, cuando entre sueños vi la famélica figura de Rogelio ante mí.

- Hola...- y sonrió resoplando durante unos segundos, su cuerpo vibrando al ritmo de salida del aire a presión- ...excremento.

Me convenció para ir a ver una de esas películas que proyectaban en la universidad. Estábamos ya allí y la peli ya había comenzado. Como Rogelio nunca desaprovecha la oportunidad de establecer algún nuevo contacto con algún ser femenino, se acercó al oído de la chica que estaba sentada a su lado, una completa desconocida que se había posado allí creyendo que el mundo estaba cuerdo.

- ¿Bailas?- le preguntó. La chica se quedó algo perpleja.
- ¿Cómo? ¿Perdona?- contestó, creyendo que no lo había entendido.
- Que si bailas conmigo, aquí, en el pasillo- aclaró Rogelio, fingiéndose extrañado por la sorpresa de la chica, como si pretendiera hacerla creer que consideraba su sugerencia como algo completamente normal– la música que suena es buena.

Sus ojos estaban abiertos como platos y la escudriñaban sin el menor reparo. Su mueca bilabial estaba rematada con una ligera sonrisa en las comisuras. Su descaro era de naturaleza traidora: lo presentaba como si fuera artificial, mal disimulado, como esas entradas que se planean ante el espejo y siempre salen mal en la práctica por carecer por completo de naturalidad, para dárselas de tímido, cuando era mentira.

- Tú...- empezó la chica, pero se quedó congelada. Intentaba reaccionar de algún modo, pero las palabras parecían no decidirse a salir de su boca. Miraba paulatinamente a la pantalla y a Rogelio, quien, con expresión afable, no añadía nada, tan sólo esperaba confiado en la lealtad de la paciencia, su gran aliada. Defenderse no era algo para lo que la chica estuviera predispuesta en esas circunstancias. Cuando se ve una película, inmerso por completo en la pantalla, se suele bajar la guardia y la aparente paz que se disfruta puede ser quebrantada por un atrevimiento maquiavélico, sobre todo cuando es blandido por aquel ser enclenque y extraño. La chica había sido víctima de una emboscada más sutil que la aparente, y aún no lo sabía. Ahora Rogelio se sentía en su salsa.

- ¡Bailar, claro, venga! Nos levantamos y nos ponemos a bailar, en el escenario- continuaba Rogelio, que empezaba a emocionarse, aunque hablaba en voz baja, casi le susurraba las palabras en el oído- nos ponemos a bailar para todo el público, y hacemos el amor para todos ellos, subidos ahí arriba, y lo transformamos todo en una orgía digna de Dionisos, y luego nos vamos a beber vino, y después nos bañamos desnudos en el río, y mañana atracaremos un banco y con el dinero viviremos unos meses junto al mar, o viajaremos por Europa, ¿conoces Florencia?, y recogeremos a autoestopistas en nuestro coche, ¿sabes que tengo carné de conducir? ¡Podríamos experimentar la mística de la carretera si te subes a bailar conmigo ahora!

Normalmente existían dos posibilidades: que las chicas salieran huyendo espantadas o que se quedaran con él, bien por pura curiosidad zoológica o bien porque de verdad les resultara interesante. Quien dominara la ironía-fingimiento sabría al momento que Rogelio no es de temer, sino de esquivar. Esta chica optó por esa tercera vía.

- Mira, ahora no, de verdad, no me gusta que me miren, no suelo bailar en los cines ¿sabes?, preferiría poder seguir viendo la película, si no te importa, ¿no crees que es buena?- dijo una vez repuesta del shock inicial. Hablaba con cierto aire maternal, como lo haría una enfermera con un paciente. Su sentido de la ética la obligaba a ser comprensiva con los enfermos.

- Sí...- contestó Rogelio, resopló y ya no dijo nada más, y seguimos viendo la película.
Cuando terminó, y una vez encendidas las luces, la chica se había levantado y recogía su abrigo, su bolso, mientras se estiraba un poco. No nos miraba directamente, pero estaba pendiente de nosotros. Incluso parecía tardar más tiempo del necesario en prepararse para salir. Llevaba un bonito abrigo de ante y una bufanda roja. Su pelo, rojo también, caía lacio en toda su longitud por encima de sus hombros. Bajo sus ojos verdes brillaban sus labios pintados de rojo púrpura. Era una chica roja. Rogelio volvió a acercarse a ella.

- ¿Adónde vas ahora?- le preguntó entre resoplidos de nerviosismo. Sin embargo, el sonido de su voz era monótono, como si le diera igual, como si conociese a miles de chicas rojas. Y ahora sabía que no la engañaba, sino que le mostraba su arte de mentir la verdad. Así era la ironía-fingimiento de Rogelio.
- A casa, a estudiar un poco- contestó con distracción, mientras rebuscaba en el bolso.
- Vaya...- dijo Rogelio.

Entonces ella levantó la vista hacia él. Estaban frente a frente. Rogelio permanecía así, callado. La chica también, esperando. Los dos aguardaban a que alguien reaccionara, y Rogelio seguía mirándola sonriente, resoplando, haciendo amagos de gestos con las manos. Ella me miraba buscando ayuda, intentando que alguien hiciera o comunicara algo que rompiera esa interminable pausa. Estaban los dos suspendidos en el tiempo. Finalmente, la chica empezó a reírse con cierto aire histérico, y entonces Rogelio interrumpió sus risas tocándole el brazo.

- ¿Te vienes a beber vino?- le propuso.
- ¿Y a atracar bancos?- añadió entre risas la chica.
- Veremos lo que se puede hacer- contestó con calculado aire pensativo y trascendental.
- A tí, ¿eso te parece normal?
- ¿Qué quieres decir?
- Atracar bancos, realizar...¿cómo decías?... ¡ah, sí!, organizar orgías por las calles y todo eso, ¿forma parte de tus costumbres?
- No, pero me gustaría...

Volvieron a mirarse en silencio. Ella lo observaba con total incredulidad. No podía concebir la idea de que existieran seres así. La sala ya estaba vacía. Los encargados nos miraban desde la puerta con la mano puesta en los interruptores de la luz. Empezamos a dirigirnos hacia la salida.

- Pero he trabajado en un supermercado en Alemania- dijo por fin Rogelio.
- Ah... - contestó pretendiendo expresar indiferencia mal disimulada. Sabía que tras esa afirmación vendría una explicación y se puso a esperar en silencio, mientras bajábamos la escalinata, ya en la calle. Rogelio, sin embargo, fingió no considerar necesario explicar nada más, pero era mentira. Ella no tuvo más remedio que preguntar.

- Pero, ¿qué tiene que ver eso con atracar bancos?

Rogelio estaba resplandeciente por su victoria.

- Pues que estar tras un mostrador es uno de los papeles imprescindibles en un atraco, y yo ya lo conozco. No hay atraco sin encargado del banco, o de la tienda, o del supermercado. No puedes atracar a un bombo de detergente. No puedes amenazar a un extintor. Hace falta algún ser humano asustado para que se pueda hablar de un atraco con propiedad. Todo el que ha estado detrás de un mostrador puede estar delante... Es fácil conocer la psicología del tendero, que es muy parecida a la del banquero, y yo la comprendo y me puedo anticipar. Todo el que vende o comercia es capaz de sostener un arma y sembrar el pánico. Es capaz de aniquilar enormes masas de personas, incluso. Hitler era el líder de los tenderos de Alemania, eso todo el mundo lo sabe...
- ¿Y ya está?
- Bueeno, es una forma de emplear el tiempo, sí. Me refiero a los atracos, claro.
- Oh...

Estábamos parados en la calle, en la acera. Era de noche. Yo no abría el pico. Mirar y escuchar era divertido de sobra para mí, pero decidí marcharme. Me despedí de los dos, y me fui a casa.

Al día siguiente Rogelio me explicó que había conseguido su número de teléfono y que había quedado con ella para charlar y tomar café en su casa, con unas amigas suyas. Ajá, pensé. Ella quería mostrar su hallazgo pintoresco. Ajá, pensé. Ya había un nuevo sitio que visitar por las tardes. De esta manera, Rogelio había recopilado un enorme arsenal de direcciones y teléfonos de chicas que había ido conociendo de formas muy diversas, y a la vez parecidas, en circunstancias donde conocer a alguien siempre resulta desconcertante. Y se trataba de Rogelio, nada menos.

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Poema de Abdulah-Abenyusuf

(special dedication to Kique)

Los miles de secretos no necesitan llave
Están en los libros y basta con leerlos
El amor de dos personas no necesita una vida
Está en los sueños y basta con tenerlos.

Los gusanos de la violencia se alimentan con patrias:
basta con nacionalismos para que se hagan mariposas
o dragones
o bombarderos
La mirada de un deseo no necesita nada
ni tan siquiera patria, ni lengua, ni libros, ni amor.

Autor (todos derechos reservados salvo para Kique):
Asís.

http://abenyusuf.wordpress.com/

miércoles, 24 de septiembre de 2008

Preguntas y respuestas

Sentado en la terraza
el cielo toca mi pecho
y siento el peso de los astros
circundantes.

He de cerrar los ojos, la boca y los oídos
para agrandar el corazón,
para que quepan sus estelas brillantes...

Entonces el celo del peso del cielo
me hace viajar como un halcón
a través del velo del tiempo.

Y es entonces cuando la gentileza de los hombres
reclama su atención debida:

¿Dónde estás?- preguntan.

(...)

Sentado en la terraza
me fijo en cómo alguien sujeta una taza,
y veo en sus dedos cruzados
la matemática perfecta de la espiral
del mundo.

Entonces el blanco del vértigo
me asesta su abrazo de nieve
y viajo hacia el origen del ángulo.

Y es entonces cuando la bondad generosa
del amigo tiembla ante mi ausencia misteriosa:

¿Dónde estás?- pregunta.

(...)

Sentado en la terraza
me fijo en las curvadas pestañas
de tus ojos cálidos,
y veo en ellas el símbolo perfecto
de la aceptación del tiempo,
como una victoria de lo eterno.

Y es entonces cuando entiendo y vuelo y sueño
ante tu atención mirada,
interrogante y sabia,
que pestañea revuelos de entrañas.

¿Dónde estás?- preguntas con intriga.


... tan cerca de ti,
que soy el impulso con que atrapas
la eternidad que instigas...

Ozono

Por fin llueve,
y huele el aire
- ¿barro mojado?

Pues no:
“ese olor es el ozono”,
me apostilla sabio mi hermano.

“Descifrar un misterio es
destruirlo”, me dijo a propósito
entre sillas y cerillas
el Ceniciento Pollo.

Ayer.

En cualquier caso,
por fin llueve,
y huele el aire
- ¿Barro mojado?

No.

La tierra muda su piel de bruma
entre llantos de alegría
desatada entre tormentas...

martes, 23 de septiembre de 2008

Materia oscura

Está gris el cielo.
La tierra respira.

Viento fresco que recorres con tu soplo
un recuerdo de la muerte:
te echaba de menos,
de menos en esta vida.

Que el calor es de las estrellas,
y los oscuros planetas somos sus mayores,
los que les hemos de enseñar el frío,
la nueva luz de sombra
y el triunfo secreto de la eterna materia.

No quiero llamas,
no quiero esa vida que sólo cree
en el fuego fatuo de la periferia.

Hay un devenir del alma
que contempla helada
su ebullición interna
- entre susurros grita su canto:
ya fui estrella,
mis dedos contienen supernovas
impresas en la memoria de sus huellas...

Está gris el cielo,
la tierra respira.

Veo trazos de fuego en el vuelo de las aves;
veo bruma de rosas,
que son nubes,
por la piel que se eriza con un tacto bajo el frío.

Puedo ver el fuego del mundo
en la quietud eterna del brío de un segundo...

Parado,
supero a la luz en su prisa inabarcable...

Donde hay sonrisas hay chispas de mi memoria,
donde late con sentido el corazón,
nace un universo entero.

Y auguran los astros,
- niños pequeños-
como cíclopes del tiempo
un lamento de llama extinta.

Está gris el cielo.
La tierra respira.

Quiero que la lluvia se amolde a mi figura
y lea entre mis brazos que soy sombra,
sombra helada entre la luz, el sol y el fuego;

sombra despierta,
sombra crecida y resuelta,
sombra que ha pasado la prueba del aplomo...

Un deseo que se esparce por el cielo,
fluido, veloz,
como un mar dispuesto a ocupar su trono...

lunes, 22 de septiembre de 2008

Osadía de hormiga

Así que son mis brazos el calor y el frío
y la fuerza de la tempestad
respirada por el océano...

Dime entonces, hormiga de la arena,
¿pretendes que te vea y tenga
en cuenta tus tragedias de miga de pan?

¿Qué sabes tú del verde
que no sepa el viento de mis venas
que lo recorren y lo evaporan
y lo saborean pleno de clorofila?

¿Y del agua, de la sabia,
de mi cuerpo de bruma
que bombea y refresca
cada brote verde que crees robar
a la pradera?

Pues soy vapor,
nube, viento, lluvia,
tormenta, rayo y trueno.

Un huracán es un escalofrío en el latido del mar,
y eso soy, como un todo, sí,
y no como parte de tu arenga.

Dime, hormiga,
con tu sudor condenado
y anónimo,
tu queja;

pero no adaptes mi motivo a tu escala de insecto
sólo porque tus torpes ojos no lo puedan contemplar...

viernes, 19 de septiembre de 2008

Pensamiento de huracán

Aquí, en el ojo,
en el centro, en la con-ciencia,
en la paz, en el silencio,
en la melodía del aire quieto.

Aquí hasta los hombres callan.

Vivo aquí desde que nazco hasta
que mi insonoridad se difumina
con nuevos vientos que,
tras la tregua periódica
de con-centrados meridianos
- más o menos-
se apaciguan e invaden la garganta
que era muda y cristalina.

Muero cuando la voz se hace una voz.

Y oigo a los hombres maldecir mi arte esquivo,
pero de lejos;
la tierra también reposa anegada
por los gritos de los que me desvisto
al asir el frío y el calor con ambas manos...

Pues vivo en el silencio y los desvío
de mi abismo inmóvil e insonoro
haciendo aspavientos de sigilo.

-hasta tal punto,
que cuando soy,
sólo hablan de sí mismos enzarzados
en la guerra en que los soplo-

Frío y calor,
juego del escondite eterno:
levito sólo cuando vibran
juntos en un líquido flujo de color-calor...

Cuando giran sobre mí,
cogidos de la mano,
son el frío y el calor el perfecto calibre
que hace girar el pozo del que mana
la pausa que le robo al ruido.

Un bucle galáctico-amórfico
-prueba suficiente para la suficiencia,
para la mía.

No hay tierra, no hay mar,
no hay cielo que me contenga salvo
el túnel de la nada que soy
y en que estoy.

Y hablan las voces de la tierra de sus tierras arrasadas...

... no hay tierra, no hay mar,
no hay cielo que me contenga salvo
el túnel de la nada que soy,
y en el que estoy,


... es-pirando espirales de centros mudos...

miércoles, 17 de septiembre de 2008

Diatriba Nº 1: La jungla urbana



Si el silencio ruidoso con que la noche envuelve la selva es el respirar de la víspera de la matanza diaria, el aliento tranquilo de las bestias que descansan y acechan, y el viento anunciador de una tormenta, de igual manera el silencio de la avenida en la noche tiene cadencia de amenaza, surcada por el vacío asfalto donde serán arrasadas por el sol todas las sombras, donde el ruido anulará los lamentos de los simios atrapados.

Desde mi Torre de Babel mastico plátanos y arrojo las cáscaras como si fuera un chimpancé. Arrojo colillas de cigarrillos como lo hacen los marineros al mar. Soy el simio que os observa, el chimpancé que os desprecia. Soy el animal que recibe ilusionado vuestras piedras, el usurpador de vuestros feudos, el que estropea vuestras fiestas, celebraciones, el que rompe la armonía de las calles, el que se entromete, el ilegítimo, el enemigo absorto, el infanticida, el estúpido, el pirado, el pretencioso. El espectador.

El despertador de cuerda, el timbre chirriante, el desagrado. Experimento con la hipnosis de los dormidos. La inconciencia de los hipnotizados que deambulan entre alucinaciones truena tanto que detiene el silencio, el infinito. El sentido de la eternidad destruido por el frenesí.
Desde la Torre ensayo vuelos y suicidios, sólo para revolcarme por el suelo, beber vino y reír, reírme como un condenado de la desgracia cómica de los que creen en la bóveda celeste, la bóveda-sombrilla del descanso-barbitúrico de los dormidos. Planeo un juego eterno de deslices, de coqueteos, de traiciones, de simulacros. El piso de la torre es cálido, es cómodo, es acogedor. Me tumbo boca arriba y juego a besar el cielo, y duermo.

A veces hablo sobre el pasado como si fuera el presente, y otras veces hablo sobre el futuro como si fuera el presente, y las menos veces hablo sobre el presente como si fuera el presente. Sólo una crónica del desaliento de la modernidad, una crónica donde la intensidad de la desesperanza de los que se extraviaron en el camino fuera protagonista, dará buena cuenta de él. Un diario donde realzar el ahogo que reafirma la vida de los perdidos: lanzar páginas incendiarias desde avionetas amarillas por las mañanas soleadas; lanzar páginas azules cuando llueva para encoger los corazones; provocar una lluvia de páginas que acaricie los rostros de los peatones y cierre el cielo con palabras de alarma.


Alarma. Se han extraviado las últimas cajas rojas con que regalar papel de seda. Alarma. El aire se está deteniendo y los árboles desentierran sus raíces. Alarma. Multitudes alaban el golpe, la patada, el desprecio. Alarma. La lluvia se está endureciendo; la nieve esconde un corazón de piedra. Alarma. Los globos oculares son ahora de vidrio, las pestañas de alambre de espino. Alarma. Hay sed de sangre y de venganza en el susurro sordo de cuchilla de las hojas de los árboles, cada vez más quietas, cada vez más resueltas. Alarmaos, y cubrid con flores el cuerpo lácteo de la piel amada, enjugadle la cara con savia de frutas frescas. Alarmaos y despertad a los ojos, encended vuestra piel. Alarmaos y escuchad el cántico de alarma, el resurgir del corazón henchido de una sangrienta explosión de pasiones cálidas. Esta alarma os ofrece la partitura del reencuentro con la divinidad perdida del alma destronada, y no diré nada más.

En la víspera de un nuevo medievo en Europa, justo antes de que Occidente acabe de configurar su propia caricatura mediocre con sus fauces carcomidas, que ya todo lo mastican, lo muerden, lo desgarran con aire distraído y van dejando tras de sí una estela de putrefacción y hedor. Será necesario escapar u ofender, ofender largo y tendido hasta que se decidan a eliminar la queja y el reproche que dentro de mil años será recordado tras un milenio de olvido y de noche. En realidad nada tiene importancia. ¿Qué hay de la tercera vía, la de la pereza? La pereza nos haría livianos como el aire, vagas sombras que mantendrían un pulso con el peso de los cuerpos que caen en el vacío desvaneciéndose en un sueño de farmacopea.

La dulzura de negarlo todo y renegar de todo, de todas las doctrinas, de todos los malentendidos, de todo lo supuesto e impuesto. El privilegio de los renegados, traidores, difamados y expulsados, los desterrados de hoy. Renegados de hoy aplastados por una filosofía adoctrinaria basada en el pragmatismo de los agenda-pensantes, los resentidos, los hipócritas, los frustrados. Hoy se extiende el manto de su naufragio por el mundo; por las mentes retumban los ecos de promoción de sus castillos en el aire, su canto de sirena, su llamada a la zozobra generalizada. Hoy se extiende el olvido y la somnolencia, la ignorancia de la impotencia de todos y cada uno, el abrazo a la lapidación que los usurpadores de los poderes creados por la miseria humana ensalzan.

Niego. Reniego. Reparto lápidas con poemas, reproduzco las nauseas de los despertares no deseados. Niego. Reniego. Escupo aviones de papel con cuervos a la acuarela, expiro alientos de reproches, no olvido nada, tomo nota. Lo integro todo en un mapa de suficiencia que me aterra: la suficiencia de los inconscientes, que todo lo engullen, como una plaga de langosta. Niego. Reniego. Despertaremos a los sedados. Raudos despertadores de campana. Somos los despertadores insomnes. No se puede dormir. ¡Hoy no se puede dormir!Pero dormito, dormito porque he recorrido tu senda. He dormitado en la hipnosis que provoca tu tacto y tu susurro de cercanía. Pero es un sueño vigilante, es una vigilia de delirio. Dormito agotado de ver, dormito y descanso.
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Lo que se ve, lo que se oye, lo que se recuerda (y sus múltiples turbulencias)


Es raro. La peor duda, la más extraña, es sin duda aquella que lleva implícita la sospecha sobre uno mismo.

El fin de semana pasado estuve en el campo celebrando el 30 cumpleaños de varios amigos míos, al lado de Aracena. Llegué el sábado, aunque muchos de ellos ya estaban allí desde el jueves o el viernes, de fiesta para arriba y para abajo. La idea era hacer un concierto entre todos los invitados músicos en el que los homenajeados pudieran celebrar el primer rito de nostalgia por la década juvenil por excelencia (la veinteañera), ya perdida, cantando. Una despedida con los temas que marcaron esos quince años de juventud (desde los quince hasta los treinta). Para ello, se ideo hacer un set de música de los noventa bien completito.

Lo que se ve, lo que se oye, lo que se recuerda...

Estaba todo el mundo muy pasado. Muy ciego. Sí. Efectivamente, la juventud así entendida había pasado, porque en sus caras ya no había nada de esa vampírica apetencia hecha de bruma y tiniebla, sino la más estereotípica expresión del más lugareño y folclórico alcoholismo. No les llamo alcohólicos, aunque los hay que tarde o temprano tendrán que admitirlo; lo que quiero decir es que esa decadencia carece ya de las voluptuosidades de un cuerpo joven y un cerebro despierto que aún no han sido desgastados a base de ese mismo abuso.

Es raro. La peor duda, la más extraña, es sin duda aquella que lleva implícita la sospecha sobre uno mismo.

Sí, yo no bebo (lo dejé por animal). ¿Seré un simple amargado que se dedica a criticar a los demás que se divierten? Pues eso es lo que yo pensaba siempre de aquellos que no actuaban como nosotros...

Es raro ver ahora estas ocasiones, estas fiestas, estos “momentos mágicos”, con la debida lucidez. La música fue desastrosa (salvándose dos o tres temas, eso sí, pues los músicos eran excelentes) porque el ambiente estaba... intoxicado. Berreaban por el micro. Parecía un ensayo de esos en que los invitados se desmadran y se lía, como cuando tenías tu primera banda con quince años.

NO faltaba, además, ese personaje que, no se sabe en virtud a qué principio, trinca el micro y no lo suelta en toda la tarde a pesar de no tener ni idea de cantar, no saberse ni una canción; ese que demuestra tener mucho talento para trabajar en una tómbola pero ninguno para la música; ese que además cuando se sube un verdadero cantante no se baja, sino que se queda a su lado mientras actúa, con alguna enigmática finalidad. Instintos básicos. Atavismo. Hablar más alto que los demás agarrado a un gran falo. El cetro del poder. El centro de atención inmotivado...

Era como ver chapotear a un animal sobre el barro y los excrementos con esa enigmática cara de disfrute...

Lo que se ve, lo que se oye, lo que se recuerda (y sus múltiples turbulencias)

Ahora veo e-mails de todos ellos felicitándose por lo que al parecer fue un éxito de fiesta, un flipe de música, una maravilla con tintes sentimentales.

Ahora entiendo yo más cosas.

De cuando bebía y me drogaba a lo bestia, y me parecía que todo fuera una ceremonia celestial.

Dios mío, si eso son los veinte años y ese es su homenaje...

... que no vuelvan nunca más.
Me alegro de estar donde estoy.

viernes, 12 de septiembre de 2008

Los poetas-roedor y el hip hop


Por aquella época, cuando no tenía nada mejor a lo que dedicarme, solía pasar algunas tardes en la Facultad de Filología, y por ese motivo fui a parar allí aquel viernes. Mi intención no era otra que la de hacer tiempo hasta la noche mientras me fumaba unos petardos. Llegué y avisté, en el patio al aire libre que había en la primera planta junto al bar, donde los estudiantes porretas se refugiaban de la civilización y se dedicaban a lo suyo, a Fernando y Rogelio. Guardaba un buen recuerdo de los pocos encuentros que habíamos tenido hasta entonces, así que me acerqué a saludarlos. Fernando se levantó y extendió los brazos, con los ojos desorbitados, buscando solemnidad.

- Te has decidido a asistir a las reuniones del grupo de poesía, tío ¡Fantástico!

Y se levantó, y comenzó a bailar, y lo hacía como una bailaora, con taconeo y contoneo folclórico, dando palmas mientras cantaba, jaleando su propia locura, mientras su voz chirriaba una copla de la Piquer. ¿Por qué a todos les da por Conchita Piquer?, me preguntaba yo, angustiado. Era como una fijación del entorno. Las mentes estaban asmáticas, y desvariaban dentro de sus rancias latas-cráneos con sabor a cobre.

Los alaridos de Fernando resonaban en los cuatro muros que formaban aquel espacio abierto y sus taconeos en el suelo hacían temblar todo el piso, ya que Fernando es corpulento, y su voz grave parecía un eco de sus zapatazos. Parecía un martillo hidráulico lleno de entusiasmo por su propia naturaleza. Los pájaros que se habían posado en las cornisas salían volando espantados. Rogelio permanecía sentado, con su característica placidez e inmutabilidad.

- Es que se ha comido un éxtasis al mediodía- me explicó, con una media sonrisa. Sus ojos expresaban tedio rutinario, con algo de autocomplacencia. Miré mi reloj, y eran las seis y media de la tarde. Ajá.

Ya había oído rumores de que había un grupo de poetas que recitaban sus versos por allí, pero no lo tenía en la cabeza cuando decidí disfrutar aquella tarde en mi facultad. Estaba allí por accidente. Fernando se había alejado de nosotros, e intentaba cantar sus poemas a las chicas que pasaban, cargadas con sus carpetas y sus libros, con aire de ajetreadas. Corrían asustadas con ojos de zoom, más que nada porque ya corrían desde que se levantaban, y Fernando no es de los que temen frenar en seco a alguien y hablar alto y claro, digamos. Es del dominio público que eso irrita mucho a los corredores. Se veía el deseo de huir en la tensión de los ojos de esas chicas, donde Fernando se reflejaba cada vez más pequeño conforme se hundían en lo más profundo de sus cráneos, como los ojos de las águilas, mientras huían, mientras miraban hacia atrás con brillo de vidrio reciclado. Y, a la vez, esos ojos tímidos y huidizos brillaban con más intensidad, parecían ensancharse por la sorpresa.

Entonces Fernando se volvía, desde lejos, y nos miraba, y se partía de risa, como si exhibiera la comicidad de sentirse incomprendido y la agitara como un banderín de tiovivo. Rogelio y yo nos limitábamos a observarnos, compartiendo no sé qué idea u opinión en acuerdo. Parecía que nuestro juego de miradas fuera análogo al proceso de intercambio de cromos entre unos coleccionistas ciegos. Aquel día, aparte de mí, sólo estaban ellos dos. El grupo andaba de capa caída.

- ¿Por qué no recitas algo?- me sugirió Rogelio.

Fernando saltaba entre la gente comportándose como un australopiteco ilustrado, era un simio viviendo una alucinación entre las rocas de un desierto pedregoso, solo en su propia película. Sus interpelaciones eran para nosotros el sustitutivo de un hilo musical donde sonaban temas extraídos del mejor disco del año elegido por el Comité Internacional de Neuróticos, tras largas horas de deliberación.

- No tengo nada escrito. La poesía la dejé hace años. Todo era una mierda. Pero tengo algunos cuentos en casa.

Rogelio comenzó a liarse un porro, la vista concentrada en la actividad de sus manos. Sus ojos, cubiertos por la cáscara de sus párpados, parecían un par de nueces incrustadas en sus cuencas oculares por alguna especie de suerte accidental. ¿Qué serían sus pestañas?

- Pero eso da igual, ¿no?- dijo con aire perezoso.

Rogelio siempre parece replicar con desgana, como si le jodiera o no acabara de creerse nada, todo un enigma por resolver, pero su sugerencia, toda aquella situación, me cogía por sorpresa. Uno corre para refugiarse en el onanismo, pero el entorno pide actos gestuales. Ni siquiera me atrevía a recitar para los perros. Rogelio me pasó el petardo y se levantó camino del bar. En un segundo regresaba con varias cervezas de las que una era para mí. Una contrapartida cálida a su sugerencia, no hay nada como el amor verdadero.

Al regreso de Rogelio Fernando decidió desistir provisionalmente de sus pretensiones con respecto a las chicas. De pronto empezó a mostrar un semblante serio. Se sentó y tomó un botellín, y empezó a mirar hacia algún punto, como si reflexionara. Sentado en aquella silla adoptó una postura que parecía producto de un estudio meticuloso. Con una mano se sostenía la barbilla, pero lo hacía acariciándosela con los dedos, para lo que tenía que mantenerla elevada. Eso le permitía mirar desde arriba. En la otra mano sostenía la cerveza, pero también con la punta de los dedos, con amaneramiento y pretendida despreocupación: preocupado por ser despreocupado. La pierna izquierda descansaba cruzada sobre la derecha, y él se mantenía medio reclinado en aquella destartalada silla de aula, todo serio y reflexivo, lo que infundía una especie de estupefacto respeto. Entonces descubrió que lo observaba y me miró a los ojos y pareció leerme el pensamiento. Súbitamente su cara explotó en otra cara, y, una vez muerto el tipo serio de unos instantes atrás, su mirada brilló de nuevo con alegría. La tristeza se había desintegrado merced a una voluntad esclava de la inconstancia. Comenzó a reírse solo.

- ¡Jaa, ja, jaa! ¡Eres la hostia, Uli! Me voy a liar otro porro, ¿os parece?

Como creyó percibir que aquello no nos perturbaba demasiado, cambió el tono de voz y añadió,

- No, en serio, ¿vale?, hay que hacerlo, ¿no, Rogelio? ¡Fumarnos los porros como auténticos poetas marineros!

Parecía que nos fuera en ello una misión divina, que de este modo nuestro ensueño cannabico sería el timbre-despertador que redimiría a las masas. Actuaba como si fumarnos aquellos porros tuviera una trascendencia metafísica. Rogelio resopló, lo que era un sí con recelo. Los resoplidos de Rogelio dan una amplia gama de matices expresivos.

Entonces apareció Alex. Entró por la puerta del patio, siempre con su ceremonia festiva. Tocaba la guitarra, que colgaba de sus hombros con una bandolera, y llegó cantando. Llevaba su violín metido en una funda, acoplada a la espalda. Venía de sus clases en el Conservatorio. Fernando, que sentía un profundo respeto por Alex como artista, adoptó una nueva expresión de gravedad y se puso a apoyarlo tocando otra vez las palmas como si fueran las palmas de Dios, y creyera en los actos trascendentes donde nada es inocente y todo tiene un efecto sobre todo; como si en caso de no ayudar a Alex en su particular cruzada contra el apelmazamiento mental, machacando las palmas de sus manos con alma y espíritu, algo pudiera torcerse en el cosmos. Como era de esperar, su entusiasmo acabó estallando en alaridos y gritos, y se puso a bailar mezclando rock y tai-chi.

Me levanté a por más cerveza. A veces las cosas llegan sorprendentemente temprano, y los horarios son para los monjes.

Cuando volví con las cervezas Fernando se puso manos a la obra con la grifa, de nuevo. Alex se sentó, me pidió un trago de mi botellín, le señalé el que le había traído para su completo y exclusivo disfrute, a lo que exclamó ¡Ajá, muy bien, gracias!, le dio un largo trago y se dispuso a seguir tocando. Aquel día no parecía tener ganas de charlar. Fernando procedía, me miraba y asentía.

- Claro, tío, claro...

Cualquiera que fuese la idea que pasara por su cabeza, creía encontrar el acuerdo en mi mirada. Su cuerpo era un saco electrificado, un movimiento espasmódico permanente. Sobre nosotros, en el aire que nos rodeaba y abrazaba, la tarde daba sus últimos suspiros y el cielo jugaba a vestirse de verde esmeralda, de naranja fuego, de azul marino, en un proceso de agonía. Se podía sentir cómo comenzaban a agitarse los demonios de la noche, escondidos en sus madrigueras. Sin embargo, todo el mundo fingía no darse cuenta de ello. Los botellines vacíos se apelotonaban poco a poco en el centro de la reunión, donde en otra situación ardería una hoguera de campamento. Parecían ser nuestra fuente de calor. Pensé que éramos surferos esteparios celebrando nuestra particular barbacoa playera. Por arriba cruzaban el cielo bandadas de aves migratorias, que apartaban la vista de la ciudad.

Estábamos todos sentados alrededor de aquella extraña pira, mientras hablábamos, cantábamos o tocábamos la guitarra, pero nadie hablaba de los pájaros. Subíamos a la embriaguez, despacio, cada uno por separado, en nuestros ascensores uniplaza, mientras charlábamos para mantener entretenidos los músculos faciales, y en aquella farsa que no engañaba a nadie Fernando ejercía de maestro de ceremonias. Fue entonces cuando llegó Ángel. La reunión comenzaba a adquirir perspectivas realmente alarmantes.

-¡Holaaa, chicos! ¿Alguien me deja hacerme un porro?

Ángel era un viejo conocido de los tiempos en que él asistía a clase por las mañanas, un par de años atrás. Por aquel entonces yo asistía al bar, aunque oficialmente no era más que otro estudiante de filología, pero eso de estudiar ocurría de hecho tan sólo durante dos semanas al año. El resto del tiempo me dedicaba a disfrutar del aire libre, a sumergirme en monólogos de soledad y a permanecer sentado o reclinado, siempre que fuera posible. Fernando accedió inmediatamente a la sugerencia de Ángel.

- ¡Claro, tío, claro! Toma, mira, es buen hachís que acabo de comprar en el Cerro del Águila- dijo con templada seriedad.
- ¿Habéis ido esta tarde?- preguntó Ángel, algo jodido ante la posibilidad de haber perdido la oportunidad de acompañarnos para abastecerse en serio.

Es interesante cómo las afirmaciones de Fernando parecen implicarnos automáticamente a los demás, ya que ninguno de nosotros había ido con él a pillar hachís.

- No, bueno, ¿sabes?, en realidad es la que nos hemos estado fumando esta mañana... Fui a comprarla ayer- resopló un poco, con algo de tristeza. Rogelio nos contagia a todos.

Ángel pareció expresar con la inmutabilidad de su cara que en ese caso el hachís le parecía sólo normal. Lo miraba fijamente, impasible como un maniquí.

- ... pero tengo para al menos una semana, por eso digo que acabo de ir- continuaba Fernando- Yo me entiendo... En fin... No me he movido de aquí desde esta mañana, cuando nos comimos el éxtasis.

Ángel me miró, y comenzó a reírse. Yo me limitaba a atar cabos. Volvió a mirar a Fernando.

Mientras, Rogelio, ajeno a la conversación, dibujaba un garabato en un trozo de papel, todo frágil e inmóvil en su asiento de madera. Estábamos casi en penumbra. En el cielo se acercaba el telón del ocaso. Ya estábamos bastante morados y nadie se decidía a ir hacia el interruptor de la luz, que sólo estaba a treinta metros de nosotros.

- Así que te has quedado aquí desde que te dejé al mediodía- dijo Ángel, entre sus propias risas. Rogelio emitió un breve pero potente resoplido, sin levantar la vista de su dibujo.

- ¿Y ni siquiera has comido?- añadió, pero esta vez sin reírse, a la vista del nulo efecto que habían causado las risas de antes, que pretendían ser contagiosas.

- No, mira- contestó Fernando con cierta y visible incomodidad. Odia ser auscultado- ¿Qué te parece si voy a por más cervezas? ¡Te invito a una, venga, pero cierra la boca!

Sin esperar respuesta se levantó con aire de bailarín, y después de un pequeño paso de baile (que incluía un giro que culminaba en un salto) se lanzó a toda velocidad hacia el bar. Alex había hecho lo propio antes de que se levantara.

- Oye... yoo, si quisieras, también, ya sabes...

Rogelio le hizo un leve gesto al pasar junto a él, el justo. Hasta el viento suplicaba un poco de solidaridad. Al llegar a la puerta del bar Fernando se detuvo y nos gritó, completamente ajeno al mundo.

- ¡Ahora sé lo que quiere decir! ¡Ja, jaa! ¡Sois la hostia, tíos, la hostiaa!

Antes de acabar la frase se introdujo en el bar, donde la concluyó. Sus gritos reverberaron con una potencia alarmante en las cabezas de la gente que lo llenaba, que además recibieron un mensaje incompleto. Es extraño, pero se podían oír sus miradas de reprobación desde fuera. Había un cierto ambiente de fiesta allí dentro, pues era viernes y la cerveza costaba sólo sesenta céntimos. Supongo que eso lo explica todo. Pero no había lugar para escándalos en esas celebraciones. Claro que eso le era indiferente a Fernán, claro. Clarito como el agua.

Entonces Ángel se percató del minúsculo trozo de hachís que le había dado Fernán, y me miró estupefacto.

- Uli, este tío está fatal. Yo estaba aquí cuando se comió la pastilla esta mañana. Después de media hora no hacía más que decir que no le subía. Cuando volví de pedir una cerveza me lo encontré de pie, en medio del patio, con Tony, bailando y cantando, con la cara desencajada. Tony también se puso a tono ¿sabes?. Y ahora quiere me haga esta cañita de mierda...

Yo los miraba a él y a Rogelio, paulatinamente, y me preguntaba por qué ocurrían estas cosas sin estar yo. Había pasado el día vagando por mi dormitorio, arrastrándome por mis libros, mis discos y mis guitarras. Alex seguía cantando. Resulta que Rogelio no dibujaba, sino que escribía un poema.

- Bueno, yo siempre he sido de los amantes de las cañitas- repliqué- Me gustan las subidas graduales, y no quedarme mongolo con sólo dos caladas de un megaporro de esos que te haces tú, pedazo de animal.

Mientras yo le decía esto, Ángel empezó a reírse. No hay nada como las palabras de afecto.

En esto volvió Fernando, con una amplia sonrisa en la cara, los brazos solemnemente extendidos al frente sosteniendo las cinco cervezas con las dos manos, a la altura de la barbilla.

- Tomad, tomad, ¿no Uli?, sí, ¿no Rogelio?, ¡Ja, jaa! ¿Eh, Ángel?, Alex, toma y toca- en esto se sentó y añadió con satisfacción, todo su pecho extendido ante nosotros como un mapamundi- ¡Bueno, síi...!

Todos brindamos.

- ¡Por la poesía!- gritó Fernando, y se disponía a recitar otro poema, esta vez para nosotros, cuando le interrumpió Ángel.

- Oye, dame un trozo más grande, ¿no? Con esto no hay ni para empezar.

Fernando pareció sentirse algo ofendido. Se levantó de un salto.

- ¡Cómo que no! ¡Ahora mismo te demuestro que, si se hace bien, una cañita es tan efectiva como el más grande de los porros!

Se lo decía con la conciencia de ser poseedor de inquebrantables principios. Se lo decía, por tanto, con gravedad y urgencia. Trasladó enérgicamente la silla junto a la de Ángel, levantándola en el aire con un solo brazo y golpeando sonoramente el suelo al depositarla en él de nuevo, como si ese gesto enérgico añadiera convicción a su propósito, y se sentó, y se pusieron los dos, muy interesados, a sumergirse en el apasionante mundo de la ortodoxia cañística. Ángel, de todos modos, no se dejaba impresionar por los números marciales de Fernando. Aproveché la ocasión para acercarme a Rogelio.

- ¿Has escrito un poema?- le pregunté.
- Sí, bueno, un poemilla- dijo con dejadez, concluyendo la frase con un resoplido de hastío.
Lo animé para que me lo leyera. Lo leyó, claro. Clarín clarinete.


La boca fresa de los caudales agua,
sinfónica la danza de tu cuerpo dividido en manantiales,
caos divino vuelo enjambre de insectos-aves,
caos divino enjambre de libélulas-ducha,
lluvia-manantial la tersa seda,
columna-valle,
cabeza qué erguida,
qué enjambre de luciérnagas,
caos divino vuelo-enjambre de libélulas ducha.


Parecía recitar con un deje de culpabilidad. Hay que aclarar que Rogelio recita casi siempre pidiendo perdón por existir. Como por aquel entonces apenas lo conocía, aquello me chocaba mucho. Fernando, que había estado atento, gritó al cielo.

- ¡CAOS DIVINO VUELO ENJAMBRE DE LIBÉLULAS DUCHA!

Una chica que pasaba cerca sumida en su paseo-carrera rebotó, con toda la “sinfónica danza de su cuerpo dividido en manantiales”, asustada por los repentinos e inesperados gritos de Fernán.
Acto seguido le daba las instrucciones pertinentes a Ángel.

- Tienes que quemarlo más, no pares todavía.
Rogelio me miraba con una cierta especie de tranquilidad.

- ¿Cómo te van las cosas, tío?- le pregunté. Siguió contestando con dejadez.
- Bueeno, estoy perdido en mitad de la carrera.

Le pregunté inmediatamente cuál.

- Estoy en filosofía- Ah, eso lo explica todo, ah. ¿Ves?, y ahora tienes que deshacerlo hasta que todo sea fino polvo de hachís, así. Le pregunté en qué curso.
- Estoy perdido entre segundo, tercero, cuarto. En este punto se quedó un poco pensativo- No sé si hay alguna de quinto. Mis padres contemplan seriamente la idea de echarme de casa.

Como dijo Marx, cuando los hechos históricos se repiten lo hacen pasando de tragedia a parodia. La historia está llena de casos de filósofos que, o bien son expulsados, o son ejecutados, o son vendidos como esclavos. Parece haber en todas las sociedades un cierto placer común en sacrificarlos. El caso de Rogelio tiene los tintes de una tragedia de tintorería, una desgracia de sala de espera de dentista. Pensaba en todo esto mientras Rogelio daba un largo trago a su cerveza. Cuando acabó sonrió un poco y resopló para evitar soltar una carcajada. Como tenía la boca húmeda, este resoplido sonó a borboteo, y la barbilla se le llenó de babas. Se secó con la manga del jersey y miró hacia otra parte. Ahora que no queda ninguna piedrecita tienes que mezclarlo bien con el tabaco. Y qué más da la academia, pensaba. Las carreras universitarias no son más que un proceso administrativo rutinario y fraudulento.

- Os vi tocar en mi facultad hace un mes- dijo entonces, para mi sorpresa.

Claro, hombre, hacía un mes que Alba, Alex y yo diéramos aquella especie de concierto en la Facultad de Filosofía.
Alex me llamó por teléfono un martes.

- ¡Uli, tío, tenemos un concierto, tenemos un concierto!

Alex y yo ya solíamos tocar juntos los fines de semana y ya solíamos emborracharnos y colocarnos con regularidad, también. Ya habíamos pasado la etapa de los encuentros fortuitos y ahora todo era meticulosamente premeditado. Ya recordábamos nuestros nombres y todo. Ya, ya, ya.

- Perfecto tío, ¿dónde es?- le pregunté interesado.
- En la Facultad de Filosofía. Nos lo ha conseguido una amiga mía que está en el Aula de Cultura. Por lo visto celebran la Semana Cultural.
- Bueno, ¿y para cuándo es?- volví a preguntar.

Alex no suele entender tantas preguntas, prefiere dejarse llevar, de modo que me contestó algo irritado.

- Mañana, tío, mañana, ¿no te parece bien?
- Bueno, un poco precipitado, ¿no?- le contesté.
- Vamos a vernos esta tarde y te lo cuento todo.

Cuando nos encontramos me explicó que una amiga suya, Alba, iba a cantar con nosotros, pero íbamos a ensayar con ella al día siguiente, tras el almuerzo, a tan sólo dos horas del concierto. Le pregunté por otros músicos, por el equipo, pero me dijo que estaba todo solucionado y no quiso contestar a más preguntas. Cuando me mostró la lista de canciones que había decidido incluir, me encontré frente a catorce temas que no había tocado en mi vida. Algunos ni tan siquiera los había oído.

- Pues a trabajar, no se hable más- me decía.

A trabajar, mientras iba y venía de comprar cerveza y no paraba de liarse porros. Aquello me parecía cada vez más imprudente. En aquella época me consideraba un músico de cierta calidad que no podía permitirse el lujo de hacer el idiota delante de tanta gente. Permitirse el lujo. Frené en seco en ese punto.

Consideré detenidamente las palabras que habían pasado fugazmente por mi cabeza. ¿No es El Lujo lo que todos ansían en el mundo-barbitúrico? Cansado como estaba de la pose de suficiencia que había soportado a tanto rockero de dormitorio y que, de un modo u otro se me había contagiado por arte de un simiesco instinto de imitación co-estulta, ejecutar públicamente la seriedad de detrito musical que hasta entonces había enarbolado sabía a derroche innecesario, a suicidio artístico, como un verdadero lujo digno del millonario más notorio. Me decidí a suicidarme públicamente. Me gustó la idea.

En fin, tocar Aleluya nº5 de Aute, dos temas de Cream de Eric Clapton, Lucy in the skies with diamonds de los Beatles seguida por Si la vida fuera un sueño de El Lebrijano, por poner ejemplos del repertorio ideado por Alex, constituía la oportunidad perfecta para hacerlo.

Aquella tarde nos dedicamos a preparar aquellos temas lo mejor posible. Me dijo que para el día siguiente lograría traer un batería y un bajista, con equipo y todo. Alex resulta muy convincente cuando se entusiasma y no se le conoce bien. Aquella vez me lo creí todo. Cuando a la tarde del día siguiente llegué al lugar donde habíamos quedado, que era en la puerta de la Facultad de Historia, me encontré con Alba. También se había tragado todos los espejismos. Alejandro llegó tarde, y sin músicos ni equipo. Nos fuimos al césped del jardín de la facultad y la pusimos al corriente de todo, rodeados por el aire limpio de una tarde preciosa y agradable. No me explicaba cómo accedía tan resueltamente a ser partícipe del atentado musical que perpetrábamos, creía que se desmarcaría durante el ensayo al prever el desastre que se avecinaba; sin embargo, conforme íbamos viendo por encima cada una de las canciones la cosa pareció gustarle.

Nos encaminamos hacia Filosofía, y Alex y yo nos bebimos allí, en el bar, dos copas de cognac, y ambos nos pusimos sendos gorros de lana, sendos pares de gafas de sol de enormes espejos y sendas corbatas estampadas con toritos de Osborne. Alba se limitaba a mirarnos, a sonreír y a esperar en silencio a que nos decidiéramos. Me pregunté de dónde la habría sacado Alex. Por un momento visualicé un mago extrayéndola de una chistera. Alex, el voluntario del público, agraciado con tan honorable presente.

Salimos al escenario después de un grupo de hardcore. Trinqué a uno de los guitarristas justo cuando se iba para que me prestara su amplificador, cosa que hizo, y suspiré aliviado. El Salón de Actos estaba lleno y el público aún vibraba por la potencia de la música que acababa de cesar. Hicimos la prueba de sonido mientras la sala permanecía llena. Tardamos mucho, pues Alex se había empeñado en poner un pedal de chorus en su micrófono, algo que sonaba horrible y que le daba el aspecto de estar comiendo magdalenas mientras cantaba, pero no había forma de sacarle de aquella obcecación. Cuando por fin lo arreglamos todo, comenzamos.

Y tocamos tal como me lo había imaginado. Alba estuvo en medio de nosotros, muy tranquila, mientras actuábamos como unos recién llegados de un pabellón psiquiátrico. Al terminar de cantar Lucy, justo cuando Alex había iniciado con un racheo el tema de El Lebrijano, apareció la organizadora y nos rogó que termináramos, aludiendo a estrecheces de tiempo y no sé qué de una representación teatral. Alex se puso de rodillas frente a ella, en el escenario, con el público esperando, y le rogó que nos permitiera tocar una más, tan sólo una más. Ante semejante ejercicio de humillación no pudo negarse. Acabamos con una composición de Alex, Banzai, y la cantó como si se hubiera tragado una albóndiga ardiendo.


¡Banzai! ¡Banzai!
¡Follar por el culo es lo mejor que hay!

Terminó la canción con unos alaridos ininteligibles y lanzando el pie de micrófono al público de una patada. Por un momento pensé que había matado a alguien. Temí también que nos fueran a currar en serio los filósofos exaltados, pero el único damnificado fue el micrófono: desde entonces emite una especie de zumbido cada vez que lo intentamos utilizar. Quedó abollado como un cucurucho servido sin mucho interés. Como todas nuestras cabezas.

Cuando salíamos del escenario aún se podían escuchar gritos aislados de banzai entre el silencio del sector minoritario del público que no se había marchado. Los habíamos echado a patadas a base de ineficiencia y falta de seriedad, respeto y dignidad. Habíamos sonado como un despertador que en lugar de timbre electrónico tuviera un cencerro oxidado. Y así acabó la maldita seriedad de fingidor. Claro, hombre, hacía un mes que Alba, Alex y yo diéramos aquella especie de concierto en la Facultad de Filosofía.

- Vaya- me reí sorprendido- así que tú también estabas allí.

Me intentaba imaginar a Rogelio, sentado pacíficamente mientras nosotros aniquilábamos todas esas canciones. Parece estar siempre donde fluye la histeria colectiva, oportuno como el silencio de su testimonio. Rogelio, el testigo eterno de todas las cosas, el de las actas blancas, el de la memoria vacía. Y el que lo recuerda todo sin guardar nada para los demás.

-¿Y qué te pareció?- le pregunté.
- Bueeno- y resopló para comedirse- estaba bien.

Hizo una pequeña pausa, con su mueca bilabial en completa tensión.

- Fue divertido, sí- concluyó, y sonrió ligeramente.

Fernando y Ángel ya habían terminado de liarse la cañita mágica.

- ¿Ves, tío? ¡Hacerse los porros con tanta grifa es una soberana estupidez!

Ángel fumaba y asentía, sorprendido, iluminado por la sabiduría de Fernando. Aquello era algo serio, podía suponer un cambio radical de hábitos en la vida de Ángel, y Fernando lo sabía, y actuaba en consecuencia, sin miedo. Fernán llevaba toda la vida preparándose para soportar la carga de la responsabilidad de cambiar la vida de todos sus semejantes de una forma tajante y radical. Situaciones como esta le parecían el comienzo de la revolución que lo elevaría a las cimas de la adoración universal. No creo que le hubiera importado ser objeto de obediencia ciega al modo de los ayatolahs de Irán.

Alex, mientras tanto, se levantó para ir al baño y dejó su guitarra descansando en la pared. Su guitarra desamparada me infundía una sensación difícil de identificar, una especie de reconocimiento de la santidad, como un icono sagrado que representara la existencia de Alex y el sentido de su vida. Permanecía apoyada en la pared, solitaria, aquella caja de madera que en sus manos trascendía su propia materia, aquel fetiche tan adictivo para él. Precisamente por eso consideraba un privilegio que su amistad me otorgaba el poder disfrutar de su guitarra sin necesidad de pedírsela. La tomé y me puse a tocar blues.

Alex regresó, pero traía más cerveza, algo imprevisto pero en absoluto reprochable a nuestro juicio.

- Claro, Alex, claro...- dijo Fernán con aire distraído.

Estaba sumergido en una conversación con Rogelio sobre poesía persa, para lo cual disponían de un libro de Omar Hayyam con sus famosos poemas sobre el vino. El gran argumento de Fernán para defender a la cultura musulmana de las inadmisibles acusaciones de despreciar el vino y el alcohol en general. Estaban rescatando poemas que habían seleccionado en sus lecturas íntimas y que deseaban comentar juntos. Los tenían marcados con dobleces en las páginas, o simplemente conocían con exactitud su ubicación en la obra, o elegían uno al azar.

- La verdad es que estaría bien beber vino- dijo Rogelio poco después, interrumpiendo así el discurso de Fernán, que ahora versaba sobre el error de los que identifican Islam con integrismo y viceversa, y en el que se estaba acalorando solo.

- ¿Vino?- dijo Fernán, algo sorprendido por ser interrumpido, mientras sostenía la cerveza que acababa de traer Alex, y miraba la recién servida que Rogelio disfrutaba sin pudor.

- ¡Claro, tío, vino!- dijo Rogelio.

Fernando nos miró a todos, algo confuso, buscando ayuda, pero pronto recobró su compostura y su seriedad, y contestó que podía perfectamente pedir una copa de vino en el bar de la facultad. Pero Rogelio se refería a que sería razonable comprar un buen Rioja en un supermercado aprovechando que aún estaban abiertos. Hay que saber interpretar a Rogelio. Se estaba planteando la cuestión de partir por fin a la locura de la noche.

Mientras tanto, Alex y yo tocábamos juntos. En algún momento Alex había dicho ¡Acompáñame con la guitarra y toco el violín, no se hable más!, de modo que ya llevábamos un rato sumergidos en una larga improvisación musical. Mientras tanto Ángel se deleitaba en escuchar por un lado los poemas sobre el vino, en versión bilingüe y por otro lado la música. Fernando ha sido siempre muy dado a leernos los poemas primero en su versión original en árabe clásico, y después su traducción, aunque no entendamos nada de la primera.

- Es importante que disfrutéis de su sonoridad- suele añadir. Fernando se justifica casi siempre.

Cuando paramos de tocar y descansábamos fumando un cigarrillo, me detuve a observar el cielo abierto, a disfrutar del frescor de la noche que llegaba. Ya eran las ocho, el sol se había puesto y apenas podíamos vernos las caras. Y yo no era el único a quien ya le apetecía cambiar de lugar: Fernando me sacó de mis divagaciones atmosféricas con nuevas declaraciones de intención.

- ¡Escuchad! ¡Vamos a ir a mi casa para que yo pueda cenar, y después nos marcharemos por el centro! ¡Hay un concierto gratis! ¡Bailaremos y agobiaremos a las chicas! ¿Qué os parece?

Todos se miraron con mucha pereza. Fernando permanecía en pie, con expresión de búho, deseando iniciar la peregrinación. Yo me levanté enseguida mientras Alex guardaba diligentemente todos sus bártulos, y todos nos pusimos en marcha, pues había que darse prisa en atrapar un supermercado abierto. Entonces reparé en que finalmente había sobrevivido al largo hastío de la tarde con bastante éxito.

Aunque, eso sí, se trataba de un éxito con contrapartida, porque dado el ritmo de consumo que habíamos mantenido caminábamos por los pasillos de la facultad, atestados de gente que salía de las aulas prestos a iniciar el fin de semana, dando eses y riéndonos como macacos mareados. Cuando salimos a la calle, el olor fresco del césped recién cortado era tonificante, y caminar reactivaba la mente después de permanecer sentado en penumbra durante tanto tiempo; en este contexto, las luces de las calles y los escaparates tenían un efecto reanimador gracias al efecto-lupa que el alcohol y los porros provocan en la vista. Como si hubiera salido de un agujero muy profundo, el bullicio y el movimiento de las avenidas a esa hora devolvía una especie de optimismo sin argumentos al espíritu, aunque el motor de ese movimiento no fuera otra cosa que el afán de los ciudadanos por consumir más que los demás, con la misma motivación con que el absurdo de los deportes, donde el esfuerzo físico se premia con una miserable victoria moral que nada tiene ni de victoria ni de moral, se impone.

Fernando iba por delante, pero a cada paso, a cada chica bonita, se volvía sin detenerse, caminando hacia atrás, tropezando con los deportistas de la compra que lo miraban mal. Alex, que iba detrás de nosotros, caminaba y tocaba la guitarra, y yo llevaba su violín cuidadosamente metido en su funda. Desde hacía un tiempo yo me ocupaba de vigilar que no dejara olvidado ninguno de sus instrumentos en ningún sitio. En su haber constaban ya tres guitarras y dos violines extraviados en diversos puntos de la ciudad, en diversas catalépticas ocasiones. Rogelio caminaba cabizbajo, con su característica media sonrisa y su silueta de delgada columna pintada de negro.

- ¿Cómo va eso?- le preguntaba, y él me contestaba- La Voluptuosidad, tío, la Voluptuosidad...

Antes de llegar a casa de Fernando, pasamos por un ultramarinos donde compramos el vino. Al final, nos conformamos con Valdepeñas, que era el elegido las más de las veces. Rogelio solía juzgar con mucha seriedad y exigencia las botellas de vino que se ofrecían en las tiendas, pero su especialidad era la de rescatar de entre los etiquetados como peleones los vinos aceptables, y no fallaba. En cierto modo entendía de vino. Ya he mencionado que Rogelio sorprende siempre con nuevas facetas desconocidas. Después del sibarítico proceso de selección, que nos tomó unos diez minutos, partimos con dos botellas y llegamos al portal de la guarida de Fernando. Vivía, como siempre, en un ático. Su refugio-nube.

Tras seis pisos, en estado de amargura respiratoria, coronamos la cima que era la cueva de Fernán, su Torre de babel.

- Pasad, pasad. Pasad al salón, yo enseguida voy con vosotros. Poned lo que queráis, y leed lo que os apetezca: está todo en la estantería, ¿Eh, Uli?, yo vuelvo ahora con el sacacorchos y los vasos.

Era un salón muy confortable que daba a un amplio balcón con una vista privilegiada de la catedral, la ciudad y los alrededores. Ángel se sentó y se puso a trabajar un petardo que previamente le había dado Rogelio. Rogelio hojeaba los libros en pie, sosteniéndolos muy cerca de la cabeza, gacha, de modo que parecía estar encogido sobre sí mismo pero estirado a la vez en toda su longitud. Yo rebusqué entre sus discos y sus cintas, y puse una vieja cinta con una etiqueta que decía The Beatles. Puse la música bien alta y salí a la terraza para disfrutar del paisaje, de la música, del viento fresco y de un cigarrillo. Me sentía bien allí y empecé a reflexionar sobre la belleza de las cosas más sencillas y las vivencias que merece la pena experimentar. Sentí deseos de leer un poema que llevaba en un bolsillo. Todos mentimos y en eso era un especialista.

Cuando volví a entrar ya estaba circulando el porro, y el vino estaba servido, y Fernando engullía con voracidad unos macarrones calentados al microondas.

- Disculpadme, de verdad. Es que mi casera me deja la comida preparada, y tan sólo hay un plato, y no he comido en todo el día y...
- ¿Va incluida la comida en el alquiler de tu habitación?- le pregunté interrumpiéndolo.
- Sí, sólo pago- en esto se detuvo para tragar- sólo pago trescientos al mes.
Compartía el piso con dos estudiantes más, que solían desaparecer en diversos viajes durante los fines de semana dejándole campar a sus anchas por la casa, y el ático estaba en pleno centro.

- Qué potra tienes, Fernán...- le dije, riéndome, a lo que él contestó asintiendo con la cabeza, serio, con la boca llena.

Brindamos y nos pusimos a disfrutar el vino. Rogelio bebió un trago y lo juzgó.

- Bueeno- y sonrió, esbozó su mueca bilabial y resopló todo a un mismo tiempo oclusivo- está bueno, está bueno.

Luego se encogió de hombros y, con un movimiento algo afectado se lanzó a curiosear los discos.

- Oh, tienes a Mahler- dijo mientras paraba la cinta y lo ponía.
- Sí, tío, me encanta Mahler, es alucinante de verdad, me encanta la segunda sinfonía- y nos quedamos callados escuchando, interferidos tan sólo por los continuos gestos de aprobación que Fernán dirigía al equipo de música, como si fuera el artífice y el intérprete de semejante creación.
Cuando todos habíamos vuelto al trance silencioso de minutos antes, me levanté por sorpresa y recité aquel poema para todos, en aquella habitación viciada con humo dulce.


Trepar por el misterio del silencio y la distancia,
como si la fragancia de un beso manara de la cima de un destello,
y la de la vida, de la comisura de un beso.

Ascender precipicios subido en botas de clavos
y esculpir surcos en las rocas que vigilan los prados:
escribir las líneas del tiempo silbadas en el aire
como arañazos del baile con que se escapan los instantes.

Cantar zarpazos de mis pasos por la música del frío
y peinar las plantas y la tierra con pentagramas vacíos;
explorar la caída del crepúsculo que tiñe de naranja
el temblor de tu rostro que la manda y la hace suya.

Escondido bajo su lluvia de luz,
que es el cantar de las alturas;
oculto entre los astros que se aman
en el fluir de las mareas:

canto una luz de mar al son
del sol de una mirada tuya.


Cuando terminé Fernando se puso a aplaudir, con un macarrón colgándole de la boca.

- Muy bien, Ulii- dijo Ángel, sentado en un sillón con un porro en la mano, como un señor.
- Está bien, sí...- dijo Rogelio tímidamente.
Y seguimos así, apurando copas, charlando o callando, leyendo o recitando, en aquella sala iluminada con una vela, por cuya ventana entraba el frescor de la noche, el murmullo de la urbe y el brillo de las estrellas, que parecían tan cercanas, y a cuya corriente respondíamos con nuestra respiración ralentizada, los ecos de la música y nuestros porros, incienso alimentario.

Cuando se nos acabaron las botellas nos dispusimos a ir al concierto que nos había recomendado Fernando. Después de tanta cerveza, tanto vino y tantos canutos nos veíamos en una situación de histeria colectiva. Rogelio se asomó al balcón, desde donde comenzó a experimentar con la gravitación, arrojando bolitas de papel a los transeúntes, siempre con ese aire distraído del que hace las cosas casi por casualidad. Así era la ironía-fingimiento de Rogelio.

Yo me había encaramado a la barandilla de ladrillo del balcón y caminaba erguido por ella, como un funámbulo, con el vacío de los seis pisos a mi lado. Lo único que me preocupaba en aquel momento era que alguien me viera y me tomara por un suicida. Pero no aquella noche, pensé. Extendía mis brazos sintiéndome Salvador Gaviota.

Fernando nos explicaba, mientras tanto, de pie sobre el sillón, sus planes. Yo podía verlo y oírlo a través de la gran ventana que comunicaba el salón con la terraza.

- ¡Bueno, se trata al parecer de un concierto de hip-hop, pero no importa! Es en la plaza donde venden grifa los moros, ya sabéis, así que me imagino que habrá mucho ambiente.

Entonces se percató de mi paseo aéreo.

- ¡Uli, para eso! No, de verdad, tío, eso es pasarse, ¿no creéis?- dijo buscando apoyo moral en los demás- ¡Eso no tiene gracia, tío!

Rogelio seguía sumido en su labor, a mi lado, con su media sonrisa, resoplando de placer y emoción al ver sus papiro-proyectiles acercarse cada vez más a sus blancos, conforme aumentaban las tentativas. Alex, que hasta entonces había permanecido absorto reclinado en el sofá, se asomó por la puerta que daba al balcón caminando a gatas, y me mostró su cara sonriente.

- ¡Doctorr!- gritó.

Entonces se levantó de un salto y se unió a mi gesta.

- ¡Vaya, sí señor! ¡No se hable más, profesorr, ajá, no se está nada mal, nada mal!
En este punto Fernando salió al balcón muy enfadado.
- ¡Venga, bajaos de ahí ahora mismo, ya basta!
Alex y yo nos miramos, nos encogimos de hombros, y saltamos al suelo seguro de la terraza.
- ¡Venga, tíos! No jodáis la fiesta, por favor- dijo con inquietud aliviada.

Fernando es así. Puede actuar indistintamente como un demente o como un oficinista. Poco a poco nos fuimos todos reuniendo de nuevo en el salón, tomando los abrigos. Rogelio fue el último.

- ¡Joder, Rogelio, que me vas a dejar sin papel higiénico!- le gritó Fernando, cada vez más irritado- ¡Venga, vámonos ya de una vez!- añadió finalmente.

No le culpo. De no actuar así se le habría ido la situación de las manos. Por aquel entonces no éramos de los que se puede invitar a cenas formales o protocolos importantes. No éramos presentables a ese nivel.

Rogelio, Alex y yo nos mirábamos con aire de colegiales regañados y orgullosos. Ángel, en cambio, se solidarizaba con Fernando. Intenté persuadir a Alex para que dejara los instrumentos allí aquella noche, pues sería más seguro que salir con ellos y perderlos. Lo convencí. Salimos de su apartamento y bajamos las escaleras como si descendiéramos de un viaje astral. Todo era así, o bien salíamos de profundos agujeros o descendíamos de los cielos. Yo suponía que el concierto nos establecería, al menos temporalmente, en la tierra.

El sitio en cuestión estaba a tan sólo un minuto. Conforme nos acercábamos al lugar descubrimos que el concierto ya había comenzado. La potencia de los altavoces se sentía en las calles colindantes a aquella plaza y eso nos empezó a excitar, así que comenzamos a correr los cinco, gritando como apaches, para llegar cuanto antes. Al torcer una esquina nos topamos de cara con todo el montaje. Un alto escenario donde cinco chicos con indumentaria deportiva predicaban gesticulando con los brazos. Abajo hervía el bullicio de la gente bailando, y entre la gente se distinguían grupúsculos de chicos y chicas vestidos igual y con la misma actitud que los músicos, la actitud de los que consideran que dicen grandes verdades, la de los predicadores de la diatriba, que ofrecen en bandeja un poco de masturbación verbal a turbas ansiosas de ritos tribales. En medio estábamos nosotros, los apaches, pero lo auténtico desentona.

Nos pusimos todos en un lugar más o menos cómodo para bailar. Rogelio saludaba a las chicas que pasaban o bien se acercaba a charlar con ellas al más mínimo signo de debilidad. Ángel estaba disfrutando de la música y del ambiente, y sólo prestaba atención a los conocidos que se cruzaban con él. Alex bailaba pegado a mí, poniendo en práctica sus trabajados pases de baile. Los ensaya a diario en su cuarto frente a un espejo.

- Hay que bailar, Uli, hay que bailar para dar un buen espectáculo.

Alex planifica sus actuaciones estelares, y no duda en aprovechar la más mínima oportunidad para poner en práctica sus experimentos. Ahí estaba, trabajándose su recién logrado movimiento de caderas a lo Jagger, sus movimientos de brazos, sus gesticulaciones, feliz en su libre albedrío.
También hace ejercicios vocales. A veces aparece con la buena nueva.

- ¡Tío! He descubierto un ejercicio fantástico para la voz, para trabajar los músculos del diafragma: consiste en decir, seguido, durante el máximo tiempo posible, “Oh, oh, oh, oh, oh, oh...”, siempre de forma explosiva, para que trabajen los músculos de la tripa: “Oh, oh, oh, oh, oh, oh...”. Eso es lo importante.

Así que ahí estaba yo, bailando, con intenciones rapaces, pendiente de Rogelio, y pensando en lo importante. Todos deberían decir “Oh, oh, oh, oh, oh, oh...”.

Busqué a Fernán, pero parecía haberse perdido en el bullicio. De todos modos supuse que él sabría dónde encontrarnos en caso de necesidad, así que no me preocupé. Bailaba mirando hacia el suelo, cuando percibí un jaleo algo más encrespado de lo normal en las primeras filas.

Desde mi sitio, pude ver cómo Fernando, que parecía presa de un ataque o una iluminación, como si en un momento dado hubiera sentido con clarividencia lo que era necesario hacer, se abría paso entre la gente, esquivaba los guardias de seguridad, se encaramaba al escenario y arrebataba el micrófono a uno de los raperos. Parecía un salvaje desbocado. El rapero en cuestión se quedó perplejo sin saber reaccionar. Ni corto ni perezoso, sacó un papel y se puso a recitar para el público.

Al principio todo el mundo se quedó en silencio, por la sorpresa y lo imprevisto del suceso. Pero al instante, al darse cuenta de la condición de poeta espontáneo de Fernán, comenzaron a pitar y a abuchearlo, y las latas empezaron a volar.

- ¡Me da igual, ingratos!- les gritaba Fernán, mientras las esquivaba- ¡Os lo vais a tragar de todos modos!

Y siguió recitando a voces mientras los guardias subían al escenario, alguno de los cuales sí recibió algún latazo en la cabeza. En este punto comenzamos a correr hacia allí para sacarlo del percance, temiendo por su integridad física, abriéndonos paso entre la gente que insultaba a placer, con pasión, a nuestro amigo.

- ¿Es que no queréis oír verdadera poesía?- seguía increpando Fernán, que se crecía ante el rechazo de su público.

Seguían volando latas, a las que se sumaron papeles y más objetos arrojadizos. Fernando empezó a encontrar difícil esquivarlos y recitar, y se reía en medio de los versos. Los guardias y los miembros del grupo lo redujeron en el suelo, pero no lograban arrebatarle el micrófono, que mantenía pegado a su boca con las dos manos. Gritaba y gritaba y gritaba. Quería que lo dejasen hablar. Quería hacerse sentir a toda costa. Al final, optaron por desconectar el micro.

Los gritos y los insultos, en fin, una algarabía de vitalidad se había apoderado de la multitud. Cuando llegamos al escenario intentamos dialogar con la gente de seguridad del concierto para que nos dejaran llevarnos pacíficamente, sano y salvo, a Fernando. Lo bajaron rodeado por cuatro armarios. Cuando nos lo entregaron, bajo condición de que nos largáramos, claro, Fernán añadió la guinda.

- ¡Esto es un ultraje!

Inmediatamente lo agarré y lo arrastré lejos de allí, porque los guardias estaban realmente cabreados. Ya lejos del escenario se nos escapó, se subió a una estatua desde donde era visible para todo el mundo, y siguió gritando.

- ¡Cabrones, yo soy el último poeta digno de serlo, malditos!

Pude ver cómo venían dos tipos con intenciones nada alentadoras hacia nosotros. Lo bajé a gritos y golpes y entre todos nos lo llevamos de allí a la rastra, mientras no paraba de gritar.

- ¡Bribones, esto no es más que un enjambre de bribones!

Cuando por fin estábamos lejos de ese lugar, en la tranquilidad de las calles desiertas, se calmó, se puso a caminar con su aire elegante habitual y encendió un cigarrillo.

- Ha sido un buen poema, sí, ¿no crees, Rogelio?, creo que podemos comprar algo de vino por el bulevar, ¿no os parece?- comentó.

Rogelio seguía con su expresión de resignación existencial. Ángel se nos había extraviado en algún momento del tumulto. Alex caminaba en silencio, un silencio roto tan sólo cuando me pidió un cigarrillo. Yo empecé a fumarme otro, sorprendido por no sorprenderme de nada. Todos tan silenciosos y tranquilos, como si lo ocurrido hubiera sido un sueño, o quizás una jugada de mi imaginación.La coral de nuestros zapatos golpeando los adoquines del suelo rebotaba en las paredes, y regresaba a nosotros una y otra vez. Tenía ritmo de allegro. Y, mientras íbamos cabizbajos y pensativos, sintiendo que nuestros corazones latían sin prisa ni tensión, continué pensando que lo importante es seguir adelante y decir “Oh, oh, oh, oh, oh, oh...” bien alto y claro, importe a quien importe.
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