jueves, 30 de septiembre de 2010

El contrato social del Siglo XXI



Lo peor de los imbéciles no es que lo sean en sí, sino que su propia condición los hace, además, pertinaces en sus rasgos. Si tratas de explicarle a un gilipollas de premio en qué consiste su oscuridad, éste se defenderá, luego se lo pensará y, tras comprobar que efectivamente lo es, se dedicará con pasión a cultivar esos rasgos en plan industrial de manera desinteresada y para todo el mundo. Conclusión: se pierde el tiempo, cuando no se empeora la situación. La lógica no es su norma, sino el exabrupto, espontáneo, imprevisible y fresco como una coz en la mañana (y en los huevos).

Cuesta aceptar ese hecho y, al poco tiempo, ya estás intentando corregir lo incorregible.

Y puede que a mí también me hayan dicho que “tratar con memos es perder el tiempo en una labor solo válida para idiotas”, justito para que luego intente corregir a todos tronados de los que me he rodeado, así que probablemente tengo lo que me merezco. Pero hay otra cosa; las personas cambian, los tontos no. Y es cierto; y, si bien ello debería insuflarme un poco de alegría sádica mediante la recreación en la observación de la estulticia ajena, la verdad es que la desesperanza, las pulsiones genocidas y la impotencia ante el abismo insalvable me azotan con falsos rayos de esperanza por una imposible vía de comunicación.

Los tronados vocacionales no dudan; esa es otra característica: no dudan nunca porque no piensan, sólo segregan. El raciocinio sólo se da a posteriori, y en la mayoría de los casos la conclusión es volver a pasar por el mismo sitio donde se han pegado la hostia, como si pensar implicara una nueva y fulgurante especie de amnesia. Lo importante es lo endocrino, y si una hostia les proporciona un caos químico suficiente, se realizan. Lo importante es mantener el sistema hormonal en un permanente estado de alteración, como si en ello residiera el secreto sumo de la sofisticación, porque es su forma de sentir el tiempo. Los idiotas, además, consideran su carencia de conexiones neuronales como una especie de bendición. Confunden ese vasto vacío que intuyen en su interior con una puerta al misterio divino, cuando en realidad lo que hay es precisamente lo que no hay. El misticismo sin contenido, totalmente posado, y el juego de la profecía nunca pronunciada son sus armas sociales por excelencia. Al menos son capaces de una cierta mimesis y, si bien están intrigados, adoptan perfectamente el gesto del que sabe algo que los demás no saben, aunque nunca lo pronuncien. En cualquier caso, como no dudan nunca, ni siquiera se paran a pensarlo y, si alguien se lo soplara, no lo comprenderían y lo desdeñarían en tanto que difícil y, por tanto, no espontáneo, no apto para las masas, y sin lucecitas y pitidos, lo que es aún peor.

No sirve para nada, la verdad, intentar solucionar el embrollo. No sé si hay alienígenas, ángeles, dioses o destinos, pero gilipollas sí que los hay a puñados grandes, por todos lados, soltando su ponzoña a hectolitros mientras que nosotros, enfermos, callamos por humildad, por dudas, por educación o simplemente una pura y aburrida abulia ante un horizonte plagado de ellos y, al parecer, hecho a su medida.


¿Dónde está la letra pequeña del contrato?

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miércoles, 22 de septiembre de 2010

Atentado monedista

El aire,
que te rodea,
el aire.

Se hace puzzle, se enrosca y se tiñe de vela,
el aire.

Piezas como palabras que se enredan,
corrientes que hablan como descargas,
piezas de papel que se encaraman,
una a una,
por el viento flotante de la espada;

y que viva el aire,
y vívelo como es,
rebosante del naranja de esta tarde.

La tierra, el mar y los tejidos,
el oro, la embriaguez y las candelas;

tan sólo déjame a mí el aire,
resignada,
y yo lo injuriaré con mis teselas.

El aire,
que te rodea de bruma,
el aire;

el aire,
que me inflama
como un astro
tu atmósfera de luna,
el aire...

Como un conjuro,
haré la alquimia del color
allá donde sólo un todo cabe
y nada existe;

sólo el agua,
fría, transparente, incolora;
sólo el cielo y su mentiroso viento,
sólo el sueño y sus fraudes de promesas,

conforman mi reino de castillos en el aire,
-tu aire,
que te rodea,
el aire-,
y el conjuro,
la tormenta,
el calor
y la promesa,

se te presentan,
en la nada,
con todas las luces technicolor
de mi alma enferma,
como si de un proyector
se tratara...

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Mierda, o la inquietud



Camino esquivando mierdas de perro. Siempre el mismo recorrido, a la misma hora. Cuatro paredes, un suelo y un techo, y mucho ruido. La gente baila, o hace capoeira. Cuando paso saludo siempre, pero a veces me responden. Eso me inquieta.

Escribo esquivando mierdas de perro. Siempre el mismo recorrido, a la misma hora. Cuatro paredes, un suelo y un techo, y mucho papel blanco y palabras. La gente lee, o te pone a parir directamente. Cuando escribo saludo siempre, pero a veces me responden. Eso me inquieta.

Toco esquivando mierdas de perro. Siempre el mismo recorrido, a la misma hora. Cuatro paredes, un suelo y un techo, y un mástil largo lleno de trastes. La gente escucha, o te pone a parir directamente. Cuando toco saludo siempre, pero a veces me responden. Eso me inquieta.

Vivo esquivando mierdas de perro. Siempre el mismo recorrido, a la misma hora. Pero son seis los cielos, seis, como los toros de una tarde para turistas, los que hacen sus juegos de ilusionista.

Mi trabajo consiste en observar desde lejos cómo me cornean en sueños.


Eso me inquieta. Yo no soy torero de cielos. Los cielos no existen.


¿Qué es esto?


¿Qué es?

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jueves, 16 de septiembre de 2010

In the City

Limpieza, color blanco, silencio.

Ciudad, trajes, camisas blancas,
silencio.

Manos limpias, leyes,
guardias perfumados,
inactividad y olor a lejía,
silencio;

música relajante,
color blanco,
normas,
sonrisas complacidas,
silencio.

Máquinas en marcha,
humos controlados,
morales color blanco,
silencio.

Silencio en el hormiguero,
chanclas de residente,
y pies,
muchos pies,
perfumados,
color blanco,
aire de jabón,
y sobre todo,

nada,
la espera,
nada,
el silencio,
nada,
el color blanco,

y las llamas,
las llamas,
como sueños muy verdes,

las llamas verdes,
muy verdes,
y las bombas
que rompen el silencio atronador
que aprieta y aprieta
hasta que todo explote...

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El asesinato considerado como una de las bellas artes, y su correlación con la filosofía (de Thomas de Quincey)

No es de asombrar que se asesine a príncipes y estadistas. A menudo hay cambios muy importantes que dependen de sus muertes, y en la eminencia en que se encuentran se hallan particularmente expuestos a la mano de cualquier artista a quien anime el deseo de lograr un efecto escénico. Pero hay otra clase de asesinatos que ha prevalecido desde comienzos del siglo diecisiete y que sí me sorprende: me refiero al asesinato de filósofos. Señores, es un hecho que durante los dos últimos siglos todos los filósofos eminentes fueron asesinados o estuvieron muy cerca de ello, hasta tal punto que cuando un hombre se llame a sí mismo filósofo y no se haya atentado nunca contra su vida, podemos estar seguros de que no vale nada; por ejemplo, creo que una objeción insalvable a la filosofía de Locke (si acaso hiciera falta) es que, aunque el autor paseó su garganta por el mundo durante setenta y dos años, nadie condescendió nunca a cortársela. Como estos casos de filósofos no son muy conocidos y en general los tengo por interesantes y bien compuestos en sus detalles, procederé ahora a una digresión sobre el tema, cuyo principal objeto será mostrar mi propia erudición.

El primer gran filósofo del siglo diecisiete (si exceptuamos a Bacon y Galileo) fue Des Cartes, y si alguna vez se dijo de alguien que estuvo a punto de ser asesinado —a una pulgada del asesinato— habrá que decirlo de él. La historia es la siguiente, según la cuenta Baillet en su Viede M. Des Cartes, tomo I, págs. 102-3. En 1621, Des Cartes, que tenía unos veintiséis años, se hallaba como siempre viajando (pues era inquieto como una hiena) y al llegar al Elba, ya sea en Gluckstadt o en Hamburgo, tomó una embarcación para Friezland oriental. Nadie se ha enterado nunca de lo que podía buscar en Friezland oriental y tal vez él se hiciera la misma pregunta ya que, al llegar a dental, y siendo demasiado impaciente para tolerar cualquier demora alquiló una barca y contrató a unos cuantos marineros. Tan pronto habían salido al mar cuando hizo un agradable descubrimiento, a saber que se había encerrado en una guarida de asesinos. Se dio cuenta, dice M. Baillet, que su tripulación estaba formada por desscélérats, no aficionados, señores, como lo somos nosotros, sino profesionales cuya máxima ambición, por el momento, era degollarlo. La historia es demasiado amena para resumirla y a continuación la traduzco cuidadosamente del original francés de la biografía: “M. Des Cartes no tenía mas compañía que su criado, con quien conversaba en francés. Los marineros, creyendo que se trataba de un comerciante y no de un caballero, pensaron que llevaría dinero consigo y pronto llegaron a una decisión que no era en modo alguno ventajosa para su bolsa. Entre los ladrones de mar y los ladrones de bosques hay esta diferencia, que los últimos pueden perdonar la vida a sus víctimas sin peligro para ellos, en tanto que si los otros llevan a sus pasajeros a la costa corren grave peligro de ir a parar a la cárcel. La tripulación de M. Des Cartes tomó sus precauciones para evitar todo riesgo de esta naturaleza. Lo suponían un extranjero venido de lejos, sin relaciones en el país, se dijeron que nadie se daría el trabajo de averiguar su paradero cuando desapareciera (quand il viendroit a manquer). Piensen, señores, en estos perros de Friezland que hablan de un filósofo como si fuese una barrica de ron consignada a un barco de carga. “Notaron que era de carácter manso y paciente y, juzgándolo por la gentileza de su comportamiento y la cortesía de su trato, se imaginaron que debía ser un joven inexperimentado, sin situación ni raíces en la vida. No tuvieron empacho en discutir la cuestión en presencia suya por no creer que entendiese otro idioma además del que empleaba para hablar con su criado; como resultado de sus deliberaciones decidieron asesinarlo, arrojar sus restos al mar y dividirse el botín.”

Perdonen que me ría, caballeros, pero a decir verdad me río siempre que recuerdo esta historia, en la que hay dos cosas que me parecen muy cómicas. Unas de ellas es el miedo pánico de Des Cartes, a quien se le debieron poner los pelos de punta, como suele decirse, ante el pequeño drama de su propia muerte, funeral, herencia y administración de bienes. Pero hay otro aspecto que me parece aún más gracioso, y es que si los mastines de Friezland hubieran estado “a la altura”, no tendríamos filosofía cartesiana y, habida cuenta de la infinidad de libros que ésta ha producido, dejaré que cualquier respetable fabricante de baúles explique cómo nos hubiera ido sin ella.

Pero sigamos adelante: a pesar de su miedo cerval, Des Cartes demostró estar dispuesto a luchar y con ello intimidó a la canalla anticartesiana. “Viendo que no se trataba de una broma” —dice M. Baillet—, “M. Des Cartes se puso de pie de un salto, adoptó una expresión severa que estos miserables no le conocían y, dirigiéndose a ellos en su propio idioma, los amenazó con atravesarlos de parte a parte si se atrevían a ofenderlo en lo que fuera.” Sin duda para los viles rufianes hubiese sido un honor muy superior a sus méritos el quedar ensartados como pajaritos en una espada cartesiana, y me alegro que M. Des Cartes no cumpliera su amenaza, robándole así sus presas a la horca, sobre todo cuando pienso que, tras asesinar a la tripulación, no hubiera conseguido regresar a puerto: habría quedado navegando eternamente en el Zuyder Zee para que los marineros lo tomaran por el Holandés Volador que volvía a casa. “El valor que mostró M. Des Cartes —dice su biógrafo— obró como por arte de magia sobre los bribones. Lo súbito de la sorpresa los hundió en las más ciega consternación, por fortuna para él, y lo llevaron a su lugar de destino sin más molestias.”

Tal vez, caballeros, crean ustedes que, siguiendo el ejemplo del discurso de César a su pobre barquero —Caesarem vehis et fortunas ejus— M. Des Cartes no tenía sino que decir: “Perros, no podéis cortarme la garganta, pues lleváis a Des Cartes y a su filosofía”, después de lo cual ya podía desafiarlos a que hicieran lo que se les antojase. Un emperador alemán tuvo la misma idea una vez que le aconsejaron se retirase de la línea de fuego. “¡Vamos, hombre!” —respondió—. “¿Cuándo has oído que una bala de cañón haya matado a un emperador?” * No sabría qué contestar tratándose de emperadores, pero con mucho menos se ha exterminado a un filósofo, y no cabe duda alguna de que el próximo gran filósofo europeo fue asesinado. Me refiero a Spinoza.
Bien sé que la opinión más frecuente es que murió en su cama. Tal vez sea cierto, pero no quita que fuera asesinado. Lo probaré con un libro publicado en Bruselas en 1731, que lleva por título La vie de Spinoza, par M. Jean Colerus, y contiene muchas adiciones tomadas de una biografía que dejó en manuscrito un amigo del filósofo. Spinoza murió el 21 de febrero de 1677, cuando tenía poco más de cuarenta y cuatro años. Ya esto parece sospechoso, y M. Jean admite que cierta expresión usada en el manuscrito biográfico da a entender “que sa mort n’a pas été tout-a-fait naturelle”. Como vivió en Holanda, país húmedo y país de marineros, podría suponerse que bebió muchos grogs y sobre todo muchos ponches*, bebida que acababa de inventarse. Sin duda esto sería posible, pero lo cierto es que no fue así. M. Jean lo llama “extremement sobre en son boire et en son manger”. Y aunque circulaban algunas historias fantásticas sobre el uso que hacía del jugo de mandrágora (p.140) y del opio (p.144), ninguno de estos artículos figura en la cuenta de su boticario. Si vivía con tal sobriedad, ¿cómo es posible que falleciese de muerte natural a los cuarenta y cuatro años? Oigamos el relato de su biógrafo: “La mañana del domingo 21 de febrero, antes de que fuera hora de ir a la iglesia, Spinoza vino a la planta baja y conversó con el dueño y la dueña de la casa.”

Como ustedes ven, en este momento, a eso de la diez de la mañana del domingo, Spinoza estaba vivo y en buena salud. Parece sin embargo que había llamado a cierto médico “a quien” —dice el biógrafo— “sólo señalaré con estas dos letras: L.M.” Este L.M. dio instrucciones de comprar un “gallo viejo” y ponerlo a hervir para que Spinoza tomase un poco de caldo al mediodía; así se hizo y comió con buen apetito un poco del gallo viejo después que el dueño de casa y su mujer volvieron de la iglesia.

“Esa tarde, L.M. se quedó solo con Spinoza, pues la gente de casa regresó a la iglesia; al salir se enteraron, con gran sorpresa, que Spinoza había muerto a eso de las tres de la tarde, en presencia de L.M., quien ese mismo día partió para Amsterdam en la barca de la noche sin hacer ningún caso del extinto”, y probablemente sin hacer ningún caso del pago de su pequeña cuenta personal. “Seguramente omitió con más facilidad el cumplimiento de sus deberes por haberse apoderado de un ducado, una pequeña cantidad de plata así como de un cuchillo con mango de plata antes de desaparecer con el botín.” Como pueden ver, señores, el asesinato y la manera de cometerlo están muy claros. L.M asesinó a Spinoza para apoderarse de su dinero. El pobre Spinoza era flaco, débil e inválido; como no hubo rastros de sangre, lo más probable es que L.M se arrojase sobre él y lo ahogara con los almohadones —el pobre hombre ya estaría medio sofocado por la comida infernal. Tras masticar ese “gallo viejo”, que para mí es un gallo del siglo anterior, ¿en qué condiciones podía hallarse el pobre inválido para luchar con L.M.? Y a todo esto ¿quién era L.M.? Lindley Murria no puede ser, puesto que yo lo vi en York en 1825; además no creo que fuese capaz de hacer tal cosa; al menos no elegiría como víctima a un gramático colega suyo puesto que, como ustedes saben, Spinoza escribió una gramática hebrea muy respetable."
Hobbes no fue asesinado, nunca he logrado comprender cómo ni en virtud de qué principio. Ésta es una omisión capital de los profesionales del siglo diecisiete, pues a todas luces se trataba de un espléndido sujeto para el asesinato, salvo que era flaco y huesudo; por lo demás, puedo probar que tenía dinero y (lo cual es muy cómico) carecía de todo derecho a oponer la menor resistencia ya que, conforme a su propia tesis, el poder irresistible crea la más elevada especie de derecho, de modo que constituye rebelión, y de las más negras, el resistirse a ser asesinado cuando ante nosotros aparece una fuerza competente. No obstante, si bien no fue asesinado, me complace asegurarles que, según su propia cuenta, estuvo tres veces a punto de serlo, lo cual nos consuela. La primera fue durante la primavera de 1640, en que pretende haber repartido un pequeño manuscrito en defensa del rey contra el Parlamento. Este manuscrito, dicho sea de paso, no se encontró jamás pero Hobbes afirma que “si Su Majestad no hubiera disuelto el Parlamento” (en mayo) “lo habría puesto en peligro de muerte”. De nada valió disolver el Parlamento, pues en noviembre del mismo año se reunió el Parlamento Largo y Hobbes, temiendo por segunda vez ser asesinado, huyó a Francia. Esto se parece a la locura de John Dennis, quien creía que Luis XIV no haría nunca la paz con la reina Ana a menos que se le entregase (a él, es decir a Dennis) a la venganza francesa y hasta huyó de la costa, tan convencido estaba del peligro. En Francia, Hobbes logró defender bastante bien su garganta durante diez años, pero al cabo publicó el Leviathán en homenaje a Cromwell. El viejo cobarde empezó a morirse de miedo por tercera vez; imaginaba que las espadas de los caballeros se volvían contra él y recordaba la suerte de los embajadores del Parlamento en La Haya y Madrid. Tum dice de sí mismo en su vida, que está escrita en un latín para andar por casa:

“Tum venit in mentem mihi Dorislaus et Ascham; Tanquam proscripto terror ubique aderat”

Y en consecuencia corrió de vuelta a Inglaterra. Ahora bien, es innegable que el hombre merecía una paliza por haber escrito el Leviathán y otra dos o tres por perpetrar un pentámetro que acaba tan villanamente en “terror ubique aderat”, pero nadie pensó nunca que fuese digno de algo más que una paliza. Toda la historia es una pura invención suya. En una carta mentirosísima que escribió “a una persona ilustrada” (Wallis, el matemático) cuenta lo sucedido de manera completamente distinta y dice (p.8) que huyó a casa “porque no estaba seguro con el clero francés”, insinuando que podía ser asesinado a causa de su religión, lo cual en verdad hubiera sido algo de mucha risa: ¡Tom en la hoguera a causa de su religión!

Lo cierto es que, fueran o no tales historias simples exageraciones, Hobbes temió hasta el fin de sus días que alguien lo asesinase. Esto lo probaré con lo que voy a contarles; mi fuente no es un manuscrito, pero como si lo fuera (en las palabras del Sr. Coleridge) ya que se trata de un libro hoy enteramente olvidado: El Credo del Sr. Hobbes Examinado: en una Plática entre él y un Estudiante de Teología, que se publicó unos diez años antes de morir Hobbes. La obra es de autor anónimo pero la escribió Tensión, el mismo que unos treinta años más tarde sucedió a Tillotson como Arzobispo de Cantorbery. La anécdota que sirve de introducción es la siguiente: “un clérigo" (sin duda el propio Tensión) “solía visitar todos los años, durante un mes, las diversas regiones de la isla.” En una de estas excursiones (16709 llegó a Derbyshire y fue a un lugar llamado La Cumbre, en parte por la descripción que de él había hecho Hobbes. Como estaba en los alrededores no podía dejar de ir a Buxton, y al momento mismo de llegar tuvo la suerte de encontrarse con un grupo de caballeros que desmontaban a la puerta de la hostería, entre ellos un hombre alto y delgado que resultó ser el Sr. Hobbes, venido probablemente a caballo desde Chatsworth.* Al dar con una persona tan famosa lo menos que podía hacer un turista en busca de lo pintoresco era presentarse en su calidad de majadero. Por suerte para él, dos de los compañeros de Hobbes recibieron aviso de partir con toda urgencia, de modo que durante el resto de su estancia en Buxton tuvo a Leviathán enteramente para sí y le cupo el honor de empinar el codo en su compañía varias noches. Parece que en un primer momento Hobbes se mostró muy reservado, pues no le gustaban los clérigos, pero esto pasó pronto, se volvió muy sociable y divertido y convinieron en ir juntos a los baños. Cómo pudo Tensión triscar en la misma agua con el Leviathán es algo que no alcanzo a explicarme; así sucedió, sin embargo, y aunque Hobbes fuese más viejo que Matusalén, se pusieron a retozar como dos delfines, y “en los ratos en que no nadaba ni saltaban” (para zambullirse) “conversaron de muchas cosas relativas a los baños de los Antiguos y al origen de las Fuentes. Así pasaron una hora antes de salir del baño, y habiéndose secado y vestido se sentaron e esperar la cena que pudieran servirles en el lugar, con el propósito de refrescarse como los Deipnosophistae y más de seguir charlando que de beber mucho. Los interrumpió en sus inocentes intenciones el ruido de una pequeña disputa en la que durante un rato se enredaron algunos de los personajes más groseros que allí se hallaban. A esto el Sr. Hobbes se mostró muy preocupado, aunque se encontrase a cierta distancia de esas personas.” ¿y por qué se preocupaba, señores? Sin duda, piensan ustedes, por amor dulce y desinteresado de la paz, digno de un anciano y un filósofo. Escuchemos:

“Perdió la calma un buen rato y contó una o dos veces, como hablando consigo mismo en voz baja y en tono de recelo y hasta de ansiedad, la manera en que fue asesinado después de cenar Sexto Roscio, cerca de los Baños Palatinos. Esto recuerda el comentario de Cicerón sobre Epicuro el Ateo, cuando dice que, entre todos los hombres, era el que más temía lo que había despreciado: la muerte y los dioses”. ¡Tan sólo por ser hora de cenar y por hallarse cerca de los baños el Sr. Hobbes debía correr la suerte de Sexto Roscio! ¡Habían de asesinarlo por que Sexto Roscio fue asesinado! ¿Qué lógica hay en esto, como no sea para un hombre que siempre está soñando con el asesinato? Leviathán, que ya no tiene miedo de las dagas de los caballeros ingleses o del clero francés, se asusta “hasta perder la compostura” porque en una taberna de Derbyshire se pelean unos cuantos honrados destripaterrones a quienes su propia figura angulosa de espantapájaros, venida de otro siglo, hubiera vuelto locos de terror.

Les complacerá saber que Malebranche murió asesinado. El hombre que lo mató es muy conocido: el Obispo Berkeley. Todos saben la historia, aunque hasta ahora no se haya contado como es debido. Siendo muy joven Berkeley fue a París y visitó al Padre Malebranche. Lo encontró cocinando en su celda. Los cocineros siempre han sido”genus irritabile”; los autores aún más; Malebranche era ambas cosas; surgió una discusión; el viejo sacerdote, que ya tenía calor, se agitó mucho; las irritaciones culinarias y metafísicas se unieron para atacarle el hígado: cayó en cama y murió poco después. Tal es la versión más corriente de la historia y con ella “ se engañan los oídos de toda Dinamarca”. Lo cierto es que se acalló lo sucedido, por consideración a Berkeley quien (observa Pope, con justicia) tenía “todas las virtudes que existen bajo el cielo”. Berkeley, molesto ante la mala educación de l viejo francés, se puso en guardia; siguió un breve combate en el que Malebranche fue a parar al suelo en el primer round; esto le bajó los humos y tal vez se hubiera rendido, pero a Berkeley se le había subido la sangre a la cabeza e insistió en que el viejo francés retractara su doctrina de las Causas Ocasionales. La vanidad del hombre era demasiado grande para que accediera a tal petición y fue sacrificado al ardor de la juventud irlandesa y a su propia terquedad absurda.

Como Leibniz era en todo superior a Malebranche, cabría suponer a fortiori que fue asesinado y sin embargo no es así. Creo que este descuido lo indignó y que se sintió insultado por la seguridad con que transcurrían sus días. De otra manera no me explico que, al final de su vida, decidiera volverse muy avaro y acumulara grandes cantidades de oro, que guardaba en su propia casa. Esto ocurría en Viena, donde murió, y aún se conservan cartas suyas en las que se describe la infinita ansiedad que le inspiraba el mantener intacta la garganta. A pesar de ello, su ambición de ser por lo menos víctimas de un atentado era tan grande que no evitaba el peligro. Un pedagogo inglés fabricado en Birmingham ---el Dr.Parr--- adoptó en idénticas circunstancias un método más egoísta. Había amontonado gran cantidad de oro y plata, que durante un tiempo guardó en el dormitorio de su casa, en Hatton. Pero como cada día le daba más miedo que lo asesinaran ---lo cual, estaba seguro, no podría soportar, además de que nunca tuvo la menor pretensión en tal sentido--- transfirió sus bienes a casa del herrero de Hatton, pensando seguramente que para la salus reipublicae el asesinato de un herrero pesaría menos que el de un pedagogo. Sin embargo, sobre esto último se ha discutido mucho y ahora parece haber acuerdo general en que una herradura bien clavada vale por dos y un cuarto sermones del Hospital.*

Leibniz no fue asesinado, pero cabe decir que murió en parte de miedo a que lo asesinaran y en parte de despecho porque no lo asesinaban; Kant, en cambio ---que no manifestó ambición alguna a este respecto--- se salvó más estrechamente de morir asesinado que cualquier otra persona de quien tengamos noticia, con excepción de M. Des Cartes. ¡Tan absurda es la fortuna al repartir sus favores! Creo que la historia se cuenta en una biografía anónima de este gran hombre. En un tiempo, por razones de salud, Kant andaba unas seis millas diarias en le camino real. Esto llegó a oídos de alguien que tenía sus razones personales para cometer un asesinato y que se sentó en la tercera piedra miliar a partir de Konisberg a esperar a su “pretendido”. Kant llegó a la hora exacta, puntual como un coche de correo. De no mediar un accidente estuvo en el carácter escrupuloso y, como diría la señora Quickley, quisquilloso de la moralidad del asesino. Un viejo profesor, se dijo, estará abrumado de pecados. No así un niño. Pensando en esto se alejó de Kant en el momento crítico y poco después dio muerte a una criatura de cinco años. Tal es al menos la versión alemana de los acontecimientos. Mi opinión es que el asesino era un aficionado que comprendió lo poco que ganaría la causa del buen gusto con el asesinato de un metafísico viejo, árido y adusto que no le daría ninguna oportunidad de lucimiento, puesto que no era posible que una vez muerto se pareciese más a una momia de lo que ya se parecía en vida.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Ilusiones de espejos

Todo se sueña reflejado,

y en realidad es todo tan opaco

que ni la oscuridad se libra

de absorberse entre sus propios poros negros...


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miércoles, 1 de septiembre de 2010

Los globos ausentes

Tengo una falsa cabeza,
y un ratón en la mano derecha
de las intenciones...

Un globo de helio sobre los hombros,
y un cuello que se estira
con figura de jirafa y amarra,
porque cuesta oponer tierra
a la contracorriente de las esferas.

Hacer-deshacer,
cortadme el cuello
y que se escapen los racimos de goma henchida
por el cielo;

hacer-deshacer,
te amo y no te amo
una y otra vez entre tus manos;

hacer-deshacer que te follo y no te follo,
click, click, click de aguja y punto de oro:
tejen las arañas los ciclos y los tiempos
en que estás y ya no estás, tesoro,
pero gobierno los trenes de los pulsos
y detengo el insulto de los segundos
con un aria de seda...

Mas tengo una falsa cabeza,
y un ratón en la mano derecha de las intenciones,
y el globo que se me escapa de los brazos mientras hablas,
como un emigrante de la estratosfera,
hace patrias de alucinaciones enteras...

Así que hago click,
y hago y deshago un destello
de tu mirada oscura,
de la cadencia de tu aroma en flor,
de la inercia de tu cintura,
y, sobre todo,
atrapo un instante entre hacer y deshacer,
entre el antes y el después
de esta extraña primavera...


... en que se me vuela la cabeza,
sola solita,
mientras me observas y me esperas...

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