miércoles, 25 de septiembre de 2013

La importancia de llamarse María





Había roto con María. Era actriz y le gustaba liarse con otros tíos en las ocasiones habituales en que estaba tan borracho que sólo podía contemplarla desde mi asiento sin poder levantarme. Las barras de los bares eran su lugar favorito para estos menesteres. Aparte, era demasiado joven y me pretendía dar lecciones sobre la vida que absorbía de series americanas de risas enlatadas y revistas para adolescentes autopajos, además de mostrar una impertinencia que se me antojaba producto de una carencia temprana de sesiones de electroshock. Como que ella no me convenía demasiado. Me la intentaba chupar en el cine, haciéndome regañarla, y me obligaba a follármela en callejones o parques, a ser posible con mirones curiosos. Y era falsa gimiendo. No. Yo no era su tipo tampoco, desde luego. Así que salí de nuevo a la noche a ver si me agenciaba algo más normal.

Muy entrada la madrugada, borracho perdido, entré en un tugurio atestado de gente, camino de la barra, y me tuve que parar porque el movimiento era difícil, apretado por todos los costados por personas hablando muy alto a causa de la música, mientras me salpicaban con sus vasos a su vez agitados por los codazos de unos y otros. Ella estaba de espaldas. Tras un empujón mío que era eco de otro que a su vez un mamífero indeterminado me había dado por detrás, se dio la vuelta. Ojos grandes y negros, cara pálida, pelo negro y liso y un gracioso flequillo a la altura de los ojos. Estábamos cara a cara inesperadamente. La miré un segundo y la besé sin más.

Camino de mi casa me contó que esa misma noche había cortado con su novio. Se llamaba María, también. Era una de esas madrugadas de otoño donde el calor se mezcla con la lluvia y toda esa belleza te hace sentir optimista. Estaba amaneciendo. Caminábamos entre charcos y nos reíamos, y a veces nos parábamos a besarnos y meternos mano. Llegando a mi casa nos encontramos con toda la acera encharcada. Era un gran charco profundo, y no se podía pasar. La subí a mis espaldas a caballito y seguí adelante.

- ¿No te importa mojarte las botas y los vaqueros?- me dijo ella al oído mientras chapoteaba sobre el agua cristalina de la acera.
- Querida, a mi me importa todo un carajo.

Cruzado el charco decidí llevarla así hasta mi casa, era tan liviana y linda. Era como transportar un objeto de la calle del que te has apropiado indebidamente y que te llevas a tu casa como un tesoro de la noche. Supongo que por eso me gustaba. Una señora se nos quedó mirando al pasar.

- Dos kilos de patatas por favor- le dije sin detenerme. María se rió a carcajadas y escondió la cara entre mi pelo.

Llegamos a casa. Nos había llovido un poco y estábamos mojados. Tomé una toalla y la sequé con mucho cariño: cara, pelo, manos, hombros, piernas, casi paternalmente. Nos metimos en la cama. Nos reímos, nos acariciamos, nos besamos, nos miramos a los ojos. Todo muy tierno. Al acabar de follar se me ocurrió una idea.

- Vamos a darnos un baño caliente.
- ¿Ahora?- me dijo sorprendida.
- Sí, ahora- y me levanté de un brinco.

Llené la bañera y nos metimos en ella. Por la ventana entraba la luz de una mañana nublada. Ella descansaba sobre mi pecho y el agua estaba en su punto. Ese ambiente irreal, la espuma, el vapor, el gris del aire, las nubes negras que pasaban a gran velocidad, el sonido de las gotas de agua, su respiración, mi mano acariciándole la espalda, sus mejillas humedecidas y brillantes. Me quedé dormido en el paraíso. Ella me despertó.

- Roncas, te vas a ahogar- me dijo entre risas.
- Me sud...- dije muy despacio y bajito, alargando las vocales, pero no pude terminar, me volví a dormir.
- Eh- dijo agitándome- ¡que te duermes!
- Me suda el caraj...- otra vez.
- ¡Tío, estás fatal! ¡Despierta que te ahogas!

Esta vez agité la cabeza para desperezarme.

- Decía que me suda el carajo todo- y le di un beso en la frente- incluso ahogarme. Estoy genial.- e iba dispuesto a volver a dormirme, pero ya no me dejó.
- Anda, volvamos a la cama- dijo dándome otro beso sonoro en la mejilla y una palmada en el pecho.

No sin yo protestar, nos secamos y nos metimos en la cama bien pegados el uno al otro y nos dormimos durante varias horas.

Puede parecer extraño, pero para mi fue una mañana preciosa.

(...)

Nos habíamos visto más veces. La verdad es que la cosa prometía, tenía todas las luces de convertirse en una relación importante. Sin embargo, yo llevaba una temporada demasiado desenfrenada como para frenar en seco. Apenas me había dado tiempo de darme cuenta de ello, mientras la inercia de la velocidad seguía. Esta vez me había quedado dormido en otro antro. Mis amigos estaban cerca de mi, preocupados por mi estado en general. Desperté. Alfonso me dijo que estaba fatal, que no debía seguir así.

- Voy a mear- le dije como respuesta.

Estaba medio dormido aún, bostezando a la cola del baño, apoyado en la pared con aire perezoso, cuando de entre la gente y la oscuridad surgió una cara que llegó rápidamente a mí. Era una chica morena con el pelo largo y rizado, los labios rojos, los ojos grandes y una expresión pícara. Me hablaba muy pegada a mi cara. Su pelo me hacía cosquillas en las mejillas. Olía muy bien. Me preguntaba cosas. Me miraba paulatinamente a los ojos y a los labios manteniendo una media sonrisa en la comisura izquierda. Yo me intenté resistir, pero al cabo de un rato no pude más y nos pusimos allí mismo a darnos la paliza. Era muy guapa y estaba que te cagas. Al rato fui a recoger mi chaqueta de mi rincón. Alfonso, que me había estado observando desde lejos, me miraba con una expresión extraña.

- Me voy, tío- le dije escuetamente sin mirarlo a los ojos.

Ella iba por delante y llegando a la puerta del antro me paró una chica rubia con los ojos claros. Me sonaba su cara, pero no podía poner en pie de qué.

- Sólo quería decirte que soy amiga de María- me dijo en un tono extraño.

María la actriz, supuse. Esta no se había enterado de que habíamos roto. Pasé de ella y seguí con la nueva adquisición hacia la calle. Nos fuimos a su casa y nos pegamos dieciséis horas metidos en la cama.

(...)

Al llegar a mi casa me duché y luego puse a cargar el móvil, que llevaba apagado sin batería desde la víspera. Entonces me entraron todos los sms que María, la del baño de espuma matutino, me había mandado mientras estaba en la cama con Beatriz. Todo tipo de recriminaciones e insultos. Entonces comprendí de quién era amiga la rubia del bar. No era de la actriz. Malditos nombres. La llamé, le pedí disculpas y no le reproché nada, ¿qué podía hacer? Dijo que no quería saber nada más de mi en lo sucesivo, que su amiga me lo había advertido y que me había dado igual, que era un cerdo y un impresentable, que no se me podía dejar solo un fin de semana, etc. y lo comprendí. No podía responderle nada. Me hablaba como si fuera un cabrón y, bueno, es lo que era en realidad, supongo.

A Beatriz la volví a ver al cabo de dos días y nos volvimos a liar. Hacía frío y estábamos en la cama a oscuras, cara a cara, boca con boca.

- Creo que me estoy enamorando de ti- me dijo.

Debía estar tarada, pensé, pero como yo también lo estaba decidí dejarme llevar esta vez. No huir. Saltar al agua. Dejar de ser un cabrón.

(...)

Al siguiente fin de semana estaba solo y me encontré a la rubia en el mismo antro.

- ¿Me odias?- me dijo.
- No- respondí con un suspiro- eres su amiga, ¿no? era de esperar.
- ¿Qué hizo ella?
- Me ha dejado, claro.
- Bueno- y en esto se me acercó peligrosamente- no todas somos tan remilgadas, ¿sabes? A mi me daría igual- y se me acercó aún más, cogiéndome por la cintura.

Joder, ella era también muy atractiva y tenía sus labios casi pegados a los míos. Me quedé flipado, pero reaccioné. La separé de mi, la miré de arriba abajo y me largué del bar dejándola allí tirada. Camino de mi casa reflexioné sobre la hipocresía útil.

Puede que no fuera un modelo a seguir, sin duda no, pero al menos quise conservar algo de mis difuntos principios, intentar alcanzar un mínimo grado de normalidad.

Dio igual, al finde siguiente me puse de tripis y me lié con otra.

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martes, 24 de septiembre de 2013

La inercia de la eficacia




A veces nos salen las cosas tan bien como pretendemos, y lograrlo conlleva que sus buenos resultados nos superen, lleguen demasiado lejos. Ello es debido a que la mayoría de nuestros actos tienen por guía a una brújula con un imán sensible a todo tipo de espejismos e ideas preconcebidas, y como niños cándidos, inermes ante las tentaciones cinematográficas del porvenir, nos dejamos llevar hacia toda clase de sueños hechos de algo tan voluble como el vapor. Y cuando sucede, cuando a veces se cumplen nuestros deseos al pie de la letra, descubrimos que no estamos preparados para asumir que nuestros actos tengan una eficiencia total; que en el fondo esperábamos que la vida jodiera un poquito nuestros deseos, acostumbrados a lograr sólo un porcentaje del éxito pretendido ante cada desafío. De todas formas al final, de un modo u otro, sucede; la vida te pone la zancadilla pero no donde tú pretendías: logras lo que querías, pero al lograrlo aprendes que el éxito es otra cosa, que sigues siendo un fracasado, que la vida, en definitiva, te la ha vuelto a jugar por sorpresa.

Llevaba tiempo sintiéndose atrapado en una estabilidad insoportable; era como si el tiempo, la magia de la inminencia y el poder evocador de las expectativas se hubieran esfumado para él. Lo tenía todo: estabilidad laboral, una pareja devota, una actividad creativa satisfactoria, un hogar confortable y hasta un perro. Pero sobre todo, lo que más pesaba, era esa atadura sentimental sin pasión alguna que poco a poco sentía que se iba traduciendo en una falta de motivación e inspiración en lo creativo. Y ello, tarde o temprano, acabaría por desequilibrar todo lo demás, y estaba en camino. La experiencia anterior, esa vida inestable y llena de altibajos, luces y sombras, que ahora se le antojaba tan completa y estimulante, la vida anterior a su pareja, no serviría siempre como fuente de inspiración. El arte de la quietud doméstica no tiene nada que decir sobre nada, excepto un ronquido o un suspiro de media tarde. Echaba de menos la emoción de la carne nueva, los nuevos sabores, timbres diferentes, otras formas de sentir, dar contenido al transcurso del tiempo con un devenir constante de nuevas sensaciones. Y en realidad, toda aquella historia siempre había estado caracterizada por sus dudas y falta de convicción sobre ella; no podía asegurar si la había amado en algún momento en todo el sentido de la palabra amar.

Desde hacía un tiempo soñaba en secreto con sus ausencias. Era como si estando solo pudiera ser más él mismo. La compañía se hacía cada vez más incómoda: el aburrimiento afloraba de una manera que no se podía disimular; no entre dos personas que se conocían tan bien. Ella era como un alma ausente. Apenas hablaba, sólo actuaba. Él la observaba, a veces. Estaba sola, como un fantasma. Le preocupaban asuntos decepcionantemente prosaicos. Otras veces, la mayoría, compartía la habitación con ella sin estar realmente ahí: divagaba entre miles de sueños y fantasías sobre cómo deberían ser las cosas. Poco a poco no tuvo más remedio que admitir para sí mismo que quería salir de ahí cuanto antes. Era un delfín varado en una playa con el mar, tan cerca, a sus espaldas.

Las tentaciones se multiplicaban. Cuando tienes pareja te diriges con una extraña seguridad que inconscientemente aprecian los demás, y es una seguridad que suele resultar atractiva, precisamente porque no buscas nada, no estás de caza, sin que sea una pose más de cazador. Las miradas de algunas chicas bonitas, el coqueteo en el trato con otras, tan atractivas, todo le hacía imaginar un sinfín de ocasiones perdidas donde revivir el fuego que en casa yacía apagado entre cenizas heladas. ¿Por qué alargarlo más? ¿Por qué no dejarse llevar y volverse a sentir vivo? Ansiaba la libertad perdida, frente a la que se oponía un futuro lleno de convenciones: una pareja, niños, hipotecar tu vida por un piso de mierda, pagar facturas, quemarte, perder la inspiración, aspirar a electrodomésticos y a ofertas de vacaciones donde soñar cómodamente con el suicidio entre eructos de pescado y bazofias varias deconstruidas, o resignarte a sustituir una vida plena por una aburrida espera a la muerte entre amigos decadentes que te hacen sentir un viejo prematuro, a cambio sólo de unas cuantas garantías otorgadas por una falsa y fraudulenta seguridad.

Pero, ¿cómo podría abandonarla a ella? ¿cómo hacerle algo así? El aventurero frustrado, que carecía del valor para romper las cadenas, no se cuestionó nunca si esa debilidad era más bien un indicio de un error de apreciación en cuanto a su vocación real de pirata, en lugar de un indicio de la vigencia de sus principios morales. Más bien disfrazaba esa falta de valor bajo una hipócrita sensación de piedad hacia su pareja que, además, lo llenaba de una embriagadora sensación de condescendencia y le hacía sentirse todo un ser lleno de virtudes al sacrificarse de esa manera, sólo por lealtad. ¡Qué bueno era con ella! ¡Qué grande era el poder del amor!

Un fin de semana de verano que tuvo la dicha de quedarse solo en casa estaba sacando al perro de madrugada y se cruzó con Almudena, una vecina del barrio a quien conocía de algunos círculos literarios de la ciudad a los que a veces acudía para sentirse mejor persona entre tanto imbécil y cretino. Almudena lo tentaba siempre: no sólo porque fuera atractiva, sino porque las miradas y una cierta ternura al rozarlo cuando se saludaban, esa calidez en la voz, todo sugería que la aventura estaba ahí esperando. Estaba bastante achispado por las cervezas que acababa de tomar con algunos amigos pero se contuvo: fue un saludo más, como tantos otros, lleno de segundas intenciones sin cumplirse, y siguió su paseo hasta regresar a casa. Pero tenía su teléfono.

Sentado en el sofá, muerto de calor, con el aire veraniego de la noche agitando las cortinas, podía sentir cómo ella tampoco podía dormir, que estaba cerca, pensando en lo mismo. Insomne, sobreexcitado, sin su pareja cerca, se dejó llevar por la tentación y la llamó, pero ella se excusó y no aceptó la invitación. Se quedó con el teléfono en la mano, avergonzado de sí mismo, pensativo y resignado a la soledad. Cinco minutos después, Almudena llamó a su puerta sin avisar. La abrió: llevaba un vestido de verano de seda que dejaba entrever su perfecta figura y tenía calor en los labios y en la mirada. La imaginó acudiendo a toda prisa, recorriendo las pocas calles que los separaban, el vestido ondulante, el viento. La llevó al sofá, le levantó el vestido: tenía unas bragas preciosas. Empezó a comerse su ombligo.

Sí. Se la folló.

(...)


Para evitar el peso de su conciencia en futuras infidelidades, decidió aceptar ese contrato que le ofrecían en Londres. Sabía que su pareja, en el fondo, no podría soportar un año de separación. La consideraba de esas chicas que necesitan un novio como se necesita un complemento para un vestido. Si él no estaba para que ella luciera su éxito vital ante sus amigas, su madre y su abuela, no tardaría en desengañarse y dejarlo. Ese era su plan. Aunque ya no la amaba, ni estaba seguro de haberla amado alguna vez, se tenía a sí mismo por una persona considerada y creyó que de esa manera ella salvaría, al menos, su dignidad y orgullo al abandonarlo ella misma, y no él. Serle infiel sin verla horas después le resultaba más fácil, y aquel trabajo era además importante en su curriculum, con lo que mataba dos pájaros de un tiro. Y le daría un buen empujón a su inglés, ya de por sí bastante fluido. Pasaron la última noche juntos con ella abrazada a su espalda con fuerza y sin soltarlo ni un segundo. “Está loca por mí”, se decía él, temiendo que tal vez su amor fuera demasiado profundo e incondicional para sucumbir a lo largo de los meses que se presentaban por delante. “Pobre chica”, se repetía. “No debe saber nada de esto nunca, no lo podría superar” barruntaba en silencio. Se sentía la mejor persona del mundo. Él necesitaba más, necesitaba estar con alguien a quien quisiera de verdad o, al menos, deseara ardientemente.

Nada más llegar a Londres, libre, se sumergió en una vorágine de relaciones ocasionales con todo tipo de chicas y taradas en general, pero por el momento no le importaba; es más, no quería caer en otra relación estando aún con ella. Se volvía a sentir vivo: el sexo caliente, apasionado, que tanto había echado de menos, ahora lo tenía a su disposición siempre que quería. La llamaba muy poco y le escribía menos. Al cabo de tres meses sucedió: ella lo dejó en una larga llamada de teléfono. Ella lloró. Ella le dijo cosas importantes. “Nunca he querido a nadie como a ti”, “no hay ninguna otra persona”, “no puedo seguir así”. Él estaba impaciente por acabar la conversación y brindar con champán por su libertad recobrada. A veces, en el pasado, había deseado que ella le fuera infiel y que lo dejara por otro con tal de que lo dejara en paz. Le resultaba gracioso que ella se preocupara ahora por sus hipotéticas sospechas y celos inexistentes; más bien soñados. Le pareció, además, una llamada larga y pesada, pero fue piadoso y fingió interés. Al fin y al cabo él era una persona estupenda y tenía que estar a la altura de sus virtudes.

Al cabo de unos meses acabó el contrato y pudo regresar, lleno de vivencias, experiencias, emociones y estímulos, a su ciudad, donde ella seguía viviendo, ahora sola. Ya no necesitaba estar en Londres. La ciudad había cumplido su cometido y era libre.

(...)

Se instaló en un nuevo piso y se puso a recuperar, una por una, las oportunidades perdidas que antes no había aprovechado. Una a una, resultaron decepcionantes: estaban tan taradas o más que las inglesas. Y era extraño, de un modo u otro se descubría a sí mismo intentando establecer una relación más estable con cada una de ellas, relación que nunca lograba fraguar. Tal vez se había dejado llevar por una predisposición falsa al haber considerado a cualquiera de ellas mejor que su expareja, pero siguió haciendo el recorrido por ser coherente consigo mismo. Quería saber qué se siente al estar junto a alguien que realmente te gusta, de manera estable. Era una frustración que arrastraba desde que empezó con su ahora, por fin, expareja.

Quedaban regularmente como amigos, aunque el procuraba evitarlo siempre, y era todo condescendencia y delicadeza con ella, aunque a veces se sorprendía despreciándola por lo que consideraba una falta de dignidad y orgullo por su parte: esa adoración perruna y sin peros, completamente fuera de lugar e inmotivada, le resultaba irritante a ratos. Le llamaba. Le hacia regalos sorpresa. Se interesaba por su vida y sus líos. Intentaba levantar celos en él al hablarle de sus pretendientes. A veces alguna de sus relaciones le duraba algún tiempo, y el interés de ella por conocerlas era aún más intolerable. Se las presentaba a petición suya. Se preguntaba por qué se sometía de esa manera a esas humillaciones. Luego tenía que explicarles a sus rollos consecutivos que no la amaba ni la había amado nunca. Se avergonzaba de ella. Pero a ella nunca le confesaba estos sentimientos por no herirla. La mantenía en una burbuja de mentiras por el puro y desinteresado cariño que le profería.

Sin darse cuenta, empezó a estar cansado de tanto rollo esporádico y siguió intentando establecer algún tipo de relación más estable, y ello no hizo otra cosa más que proporcionarle nuevas decepciones. Él, que era tan bueno y tan estupendo, resultó ser despreciado por tías que consideraba que no estaban a su altura, y esa contradicción se le hacía insoportable. No se daba cuenta de que había perdido la seguridad que le daba antes su pesada, indigna e insoportable ex, y que ahora sólo transmitía ansia, frustración y desesperación.

Al cabo de cuatro meses de su regreso de Londres estaba anímica y sentimentalmente agotado. No sentía nada: ni calor ni emoción por estímulo alguno, por mucho que lo intentara una y otra vez. Se sentía como un autómata en todo lo relacionado con el amor y el sexo. Todo era aburrido y monótono, previsible, casi rutinario, con el añadido de ser además completamente impersonal. Empezó a recordar su vida de antaño con otros ánimos. Cuando le importaba a alguien. Cuando podía mirar a los ojos a la persona a quien se follaba. Cuando podía desayunar en compañía y reirse y estar contento. Cuando podía quedarse dormido en el sofá durante horas con alguien de confianza, alguien donde era bienvenido. Un sentimiento de pérdida se fue apoderando de él. No fue consciente del valor del calor hasta que lo invadió el frío; ese subtipo de calor que es tibio como un baño de espuma.

La comenzó a observar más detenidamente: ella tenía una vida con significado ante la que la suya no era más que fuego, drogas, alcohol y superficialidad. Amigos que la querían, una vida sana, verdaderas inquietudes. Estaba más guapa. Ella seguía riéndose, se la veía feliz. Se había construido una vida más divertida, con más actividades, con más movimiento y menos dolores de cabeza. Le entraron ganas de participar más en ella, de recuperar ciertos lazos. Cada vez se sentía mejor cuando se veían y llegado un momento, sólo cuando la veía se sentía bien. Ella, que lo conocía profundamente, que lo quería, le empezó a aportar un calor que antes no había apreciado por tenerlo garantizado. Decidió ser bueno y regresar con ella. Darle la gran noticia.

Ella le dijo que no. Él rogó, lloró, insistió, se arrastró, descubriéndose ante ella y ante sí mismo como un hombre arruinado y destrozado, para su propia sorpresa. Ella se mantuvo firme. Ya estaba iniciando algo nuevo con alguien, pero ella fue también condescendiente y no se lo contó. Le explicó que había sido muy duro asimilar la ruptura, eso sí, pero que ya lo había superado y no iba a desandar el camino recorrido con tanto esfuerzo. Sin embargo, él siguió insistiendo: no era posible que esto pasara, su amor era incondicional, ella estaba loca por él, siempre había sido así. Y no fue así. La presionó tanto que ella dejó de verle, de llamarle, de prestarle atención. Desapareció de su vida. Ya no sentía nada por él. Estaba solo ante sus estúpidas fantasías y sus desvaríos. Ahora ya no era la mojigata crédula que lo perseguía; era una persona fuerte y firme, sorprendentemente aguerrida, incluso arrogante; su mirada no era suplicante, sino que transmitía desprecio y lástima. Ya no estaba entregada, sino que era fría, distante, incluso cruel. Ya no era un sí permanente, sino un no disfrazado entre excusas y mentiras piadosas que él adivinaba perfectamente por haberlas utilizado también. Y él, por primera vez, se sentía enamorado de ella, encendido, incandescente. Sin poder verla. Sin poder hablarle.

En soledad, mientras se recreaba en la inmensa dimensión de todo lo que había perdido, dejó de sentirse un tío estupendo, alguien bueno, sino más bien una enfermedad andante, alguien caustico cuya compañía era desaconsejable; alguien que ejercía una influencia devastadora sobre la gente; alguien a quien hasta las mejores personas acababan repudiando. Alguien que repele lo bueno. Una basura sin interés alguno para alguien cuerdo.

Y mientras miraba la viga de madera del techo y fantaseaba con ahorcarse, con la tranquilidad de quien sabe que nunca tendrá el valor de hacerlo por ser un cobarde sin altura alguna, un egoísta completo, un ególatra que mira a la gente por encima del hombro y les tiene lástima no siendo más que una ruina caminante, a la vez se vanagloriaba por lo bien que había hecho las cosas: había conquistado su libertad con una eficacia tal, que ni siquiera renegando de ella e intentando enmendar el error con todas sus fuerzas podía superar un plan tan genialmente realizado. No había rectificación posible. Era libre sin remedio, tal como había soñado, a merced de si mismo, irreversiblemente. Había salido limpio donde otros estaban atados con hipotecas, niños y concesiones al buen juicio. Tenía su ansiada libertad, del todo, para él solo. Sólo para él. Solo.

Con un vacío interior inconmensurable y un dolor que no había conocido nunca, se preguntó por qué coño le tenían que salir las cosas tan cojonudamente bien, por qué funcionaban sus planes con una eficacia tan exacta como un reloj, por qué el destino le había obedecido tan al pie de la letra, que ahora deseaba morirse tanto...


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jueves, 19 de septiembre de 2013

La mala publicidad




Tal vez sea por un exceso de conciencia o de vivencias, el motivo no está claro, pero llega un momento en la vida en que descubres que los malabarismos, los juegos de faroles y engaños, los adornos que intentan ocultar la inseguridad, todo ello pierde su fuerza simbólica hasta conducirte al aburrimiento más abrumador. Porque el artificio depende de la imaginación del sujeto, y el género humano no tiene tanta creatividad como cree; al menos la inmensa mayoría de los especimenes. La verdad ligada a la naturaleza es más sorprendente, y resulta incomprensible la mayor parte de las veces, lo que, sin duda, la constituye en un desafío inspirador y estimulante. No hay nada como una verdad sincera, eso sí que emociona y despierta interés, y sorprende tanto al que la descubre en sí mismo, como al que le es presentada. Pero para vislumbrar una verdad hay que saber mirar, escuchar, palpar, oler y, sobre todo, pensar y hablar. La mayoría de las personas viven demasiado sumergidas en sus burbujas de realidad virtual como para ser capaces de ello. Y es eso, ese hastío, ese hartazgo de manipulaciones y trucos lo que en un momento de la vida te impide jugar más. Jugar enseña a vivir mediante simulacros, y llega un momento en que el lobezno quiere realidades de lobo.

En general, el ser humano del Siglo XXI es un ser extremadamente matemático, prepotente, ambicioso y vanidoso, pero paradójicamente es estúpido, ignorante, perezoso y sin indicios de tener el menor buen gusto posible: este siglo es el siglo de la insolencia y la osadía de los inmaduros. El siglo de la ceguera elegida y del simulacro exigido. El siglo de los tarados.

Alexia era una chica preciosa, aunque demasiado condescendiente con la estética porno que poco a poco, y sin nombrarse a sí misma, iba alcanzando los camastros de todos los individuos. Hubo conexión desde el principio, aunque la conversación era bastante limitada: una vez se salía del flirteo sexual, el resto de temas abundaban en pobreza y falta de profundidad. Aún así, estaba dispuesto a intentarlo. Había buen fondo, aunque en blanco, pero al fin y al cabo se trataba de un comienzo. Tal vez se pudiera construir algo. Aún creo en la calidad de las almas.

Hay cosas que no se pueden evitar ver: colgaba fotos provocadoras constantemente, se llevaba desengaños sentimentales muy sufridos en espacios cortos de tiempo, le preocupaban los animales y empleaba un vocabulario en general grandilocuente, cursi o presuntuoso. Además, manejaba mal el arte de la mentira porque resultaba tremendamente transparente. Y por encima de todo, se podía leer entre líneas una constante súplica de amor color de liguero rosa que se vendía a si misma como fuerza de carácter y autosuficiencia y que en el fondo no era más que ingenuidad, complejos de Electra mal digeridos y dependencia de la aprobación de los hombres como reflejo de serios problemas afectivos enquistados. La honestidad, el ser uno mismo, se tornaba en este escenario en algo impropio, pero yo no estaba dispuesto a renunciar a ello en absoluto y me dio igual. Enseguida sacó de la chistera más trucos: aparecer inesperadamente en tus dominios para hacerse valer, disfrazarse para hacerse valer, desaparecer del mapa sin dar explicaciones para hacerse valer, no responder a las llamadas para hacerse valer, declarar nuevos amores, reales o ficticios, para hacerse valer. Todo menos mostrarse a sí misma, como si esa verdad fuera la menos valiosa de todas. Y daba igual que le desmontaras la ficción, que le dijeras “sé a qué juegas, y es esto, esto y esto”; insistía, exigía que jugaras al escondite de las vanidades. Con lo fácil que es ser uno mismo cuando se ha saltado fuera del cerco, y lo irreversible que es, una vez fuera, perder el interés ante tanto juego idiota para gafas de 3D. Varias veces desistí de intentarlo, y otras tantas lo volví a intentar advirtiéndole previamente que esos juegos sólo valen para quien no es consciente de jugar; que para quien lo es, sólo desvelan una realidad triste y vergonzosa y juegan en contra de sus propios intereses como valor de bolsa. Daba igual, enseguida empezaba de nuevo con su auto-publicidad mercantil de pacotilla y llegó un momento en que tuve que resignarme a la verdad: era idiota. Le interesaba y lo tuvo a huevo, pero antes tenía que realizarse por completo como imbécil, para estar satisfecha consigo misma; y en cierto modo lo logró. Con los gusanos como yo, eso no funciona. Hace falta un impuso vital irracional demasiado estupidizante, que yo no tengo, para coger carrerilla y chocarse de polla con tan pétrea obstinación en tropezar y caer de boca.

Conocí a Daniela. Esta era distinta: era inteligente, divertida, simpática, atractiva; sin embargo no podía evitar ser un individuo de este siglo y enseguida empezó el mismo show: mentiras para hacerse valer, desaparecer para hacerse valer, no responder para hacerse valer, declarar nuevos amores, reales o ficticios, para hacerse valer, esconderse para hacerse valer. Pero sin mostrarse para hacerse valer de verdad. Todo se le desmontaba cuando se emborrachaba y me llamaba de madrugada balbuciendo cosas. Yo le decía que no había por qué complicarse tanto, que no hacía falta, que la valoraba y la valoraría más si se dejara de gilipolleces. Intuía que tras ese velo de despropósitos había alguien que merecía la pena. Pero yo tenía que jugar para que su vanidad se sintiera realizada: insistir para que se sintiera valorada, hacer lo contrario de lo que me pedía para sentirse valorada, sufrir para sentirse valorada, buscarla para sentirse valorada. Pero tampoco lo hacía: es un coñazo jugar, es un coñazo que todas te exijan entrar exactamente en los mismos juegos para sentirse, paradójicamente, especiales, únicas y exclusivas. Y da igual que se lo digas; es más, es peor.

Al final se buscó otro que sí jugaba y solucionó su problema. El amor se está convirtiendo en una plaza para oposiciones libres: los vacíos emotivos, las carencias sentimentales y los traumas florecen como una plaza vacante para candidatos al romance del toreo. Lo importante es cubrir la plaza lo antes posible, y no al contrario (descubrir alguien especial y sorprendente y entonces hacerle sitio en tu vida), y para acceder a un mayor número de opositores (lo que aumenta las posibilidades de encontrar un aspirante a funcionario de capote competente) hay que vender y publicitar lo mejor posible la convocatoria. Sin embargo, Daniela ignoraba que hacerte sentir como una chaqueta intercambiable, en lugar de hacer que la valoraras como persona, te confirmaba la certeza de que sólo te perdías, como mucho, un armario. Y cuando se lo dije se cabreó. La mercadotecnia ha introducido la maraca como la nueva neurona del ser humano moderno. Y algún cencerro. Poco más.

Sonia. Sonia quería un bandido. Dio igual que le advirtiera que yo sólo era un pusilánime: quería que le desobedeciera, que hiciera lo contrario de lo que decía siempre y, cuando se desesperaba ante mi falta de cooperación, me dejaba de llamar para hacerse valer, se acostaba con otros tíos para hacerse valer, desaparecía del mapa para hacerse valer, me insultaba para hacerse valer y me mandaba al carajo para hacerse valer. Y que ello no despertara al Curro Jiménez que por cojones debía existir dentro de mí, sino que siguiera con mi inercia indolente, la desesperaba aún más. Y no se sentía valorada. Yo le decía “¿cómo te voy a valorar si llevas haciendo tonterías desde que te conozco? ¿si aún no sé quién ni cómo eres?”. Me apartó de su vida, claro. Cómo pude ser tan cruel y despiadado como para querer conocerla de verdad a ella, más allá de su físico espectacular, antes de decidir nada, es algo que nunca me perdonaré. Ni ella.

Hay cosas que parecen elementales y que, si se sometieran a una consulta estadística, resultarían más misteriosas que la singularidad previa al Big Bang. Los valores se han simplificado y, a la vez, se han convertido en enigmas gracias a redefinirse sobre indisolubles paradojas. El culo, por ejemplo. Supongo que esperan que el culo y las tetas despierten de por sí al amor, la admiración, la entrega, lo elevado y lo etéreo. Tal vez sea eso: les molesta que como mucho provoquen una erección sin trascendencia. Al menos a estas tres, no saquemos conclusiones categóricas injustas y sin fundamento. La majadería no tiene límites de género, ni mucho menos. Mejor renunciar a entender en general a ningún ser humano. Se pierde el tiempo.

En general, y lo digo desde la más sincera honestidad, todo iría mejor si todo el mundo se dejara de mascaradas que estropean y joden cosas que podrían ir muy bien si no andáramos cegados por mitos y prefiguraciones creadas por abúlicos pálidos que se matan a pajas. Yo en realidad soy mucho más simple: me gusta comer cacahuetes en el cine, conducir en soledad con la ventanilla abierta para que se cuele el aire del mar atardecido, tocar canciones de los Velvet Underground con mi guitarra, compartir silencios. También me gusta follar, pero cara a cara y no de mueca a mueca. Ya hay que fingir demasiado en el resto de los aspectos de la vida.

El amor se ha convertido en un carnaval de caretas baratas, y creo que estoy cansado de tanta chirigota. Tal vez sea eso.

Que le den por culo al amor, sus tambores y sus desfiles de mierda.

Os podéis meter el confeti por el culo, tarados.


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jueves, 12 de septiembre de 2013

La soledad lúcida



No era porque lo hubiera leído; cuando lo encontré escrito ya lo sabía, fue más una de esas constataciones que se experimentan al descubrir que se está de acuerdo con lo que dice un fulano. Los escritores favoritos de la mayoría lo son por eso: sus obras parecen un diálogo interno donde de repente tu torpe cerebro ha encontrado las palabras adecuadas para decir lo que piensas. Lo que hace especial a ese escritor te hace especial a ti al describirte de manera clarividente. Por eso el arte es una mierda, pero una mierda útil: se trataba precisamente de eso, del efecto de expiación de los demonios internos al ejercer cualquiera de sus disciplinas. Lo había leído: el teatro clásico y la catarsis que ejercía sobre el público. Y es cierto, sin duda, pero es una catarsis incomparable con la que experimenta el autor. Eso también lo había encontrado en algún libro. Y la experiencia personal también fue por delante en eso en mi caso.

Y sí, es verdad lo que estaba escrito, aunque para lograr una catarsis semejante sea necesario que la obra satisfaga tus exigencias estéticas. No basta con escribir un diario. Puedes tergiversar lo que quieras o nada, da igual, siempre y cuando la obra cobre vida propia. Sólo entonces te alegrarás del pesar que te inspiró para convertir tu miseria en oro. El artista es un alquimista de sus culpas y debilidades, de ahí que sean intratables. Da igual la mierda que les echen encima, siempre la convertirán en algo deslumbrante y la devolverán triunfantes, y eso es sin duda un verdadero poder. Si se es capaz de eso, de expiar cualquier contaminación del alma con tus propias capacidades personales e intransferibles, se es insoportablemente autosuficiente, libre y, en última instancia, un solitario lúcido que no se puede atrapar.

Así que me dirigí al estudio de pintura dispuesto a destrozar un lienzo, a ver si eso me sentaba bien. Una tarde entera de trabajo con la esperanza de acabar satisfecho, libre de dolor y decepción. Pero no fue así: el cuadro era una mierda. Y cuando eso sucede, en vez de expiar demonios, estos se sientan delante tuya con una sonrisa burlona, sin decir nada, irritantes. Será que debo estirar aún más la goma del tirachinas, aún no es el momento de la pedrada pertinente. Estirar, estirar el tiempo elástico para que lo necesario tome aliento.

Le hice una foto y se la mandé a Esther, una amante esporádica que entiende de artes plásticas. “A mi me gusta”, me dijo. De nada sirvió. No logré expiar por el momento mis malas energías, catarsis cero: me tiene que gustar a mi. El arte es una analogía de la vida en la que no puedes, por mucho que quieras, engañarte a ti mismo, y menos aún con las opiniones de los demás. Si no te convence, tus entusiastas se convierten en sospechosos. Por eso es tan instructivo. Por eso enseña a vivir. Por eso muchos artistas suelen ser brutalmente francos. En el resto de calamidades existenciales puedes distorsionar lo que quieras: recuerdos, visiones, opiniones, aspectos, incluso la personalidad de los que te rodean la puedes modelar para creerte que te quieren. Y vives siempre apesadumbrado por un escepticismo que te da la absoluta certeza de que todo puede ser una maquinación de las percepciones orquestada por ti mismo, manipulador compulsivo de la realidad-lienzo. Menos en el arte que ejerces. Ahí no: ahí vuelcas tu distorsión y te libras de ella, y mirándola cara a cara, descubres si vale la pena alucinar de esa manera o si se es patético. Y si eres capaz de extrapolar a la vida misma lo que se te presenta de manera simbólica ante tus ojos, habrás dado un paso. ¿Y el aprendizaje, la evolución? Cuántos aspectos de tu personalidad, tus debilidades, tus pulsiones se te revelan a lo largo de un proceso creativo. El arte es un proceso de autoconocimiento aplaudido por voyeurs. Cuantos más defectos conviertas en oro, mejor.

Decidí largarme al cine, aún estaba a tiempo de pillar la sesión de las nueve. Al menos experimentaría la catarsis del espectador. Vi una sobre los últimos años de Renoir y su relación con su hijo Jean. Una actriz preciosa, buena película en general. La gente se enamoraba en ella. Parecía algo tan distante y a la vez, con tanta belleza, tan posible... Salí del cine sintiéndome mejor y decidí llamar a Lucía para tomar algo antes de irme a casa. Lucía era una amiga estupenda, siempre risueña, transmitiendo bondad todo el rato. Nos vimos en la terraza de un bar. Hoy estaba melancólica.

- Tengo recaída otra vez con Antonio- me empezó a contar- lo vi de lejos en Huelva y ahora está con otra y me siento mal.
- Pero es normal, ¿no? la gente rehace su vida.
- Siempre está con alguien, no dura mucho solo. En serio. Empalma relaciones una tras otra.
- Es su problema, Lucía. La mayoría de la gente habla mucho de la libertad, pero se aterran ante su sombra. Tú vas bien, en serio. Te dedicas a lo tuyo, tienes muchas inquietudes, eres independiente, haces lo que quieres. Él siempre andará atado y limitado por la desgraciada de turno. Tú estás construyendo en ti misma a una persona divertida, interesante, bonita. No deberías sufrir por ello. Ser dependiente es una enfermedad. Tú eres demasiado diferente como para encasillarte de esa manera.
- No sé, me da penita que todo acabara, y eso que han pasado años- dijo con una expresión de pena.
- Mira- le dije- seguramente a este chico, después de tanto tiempo, lo tienes idealizado.
- ¿Tú crees?- me dijo con cierta incredulidad- es que a pesar de todo el tiempo transcurrido no me lo quito de la cabeza.
- Te harías un favor si quedaras con él y charlaras un rato, en serio.
- Creo que me sentaría mal.
- ¡Qué va! Seguramente ha evolucionado y ya no es la misma persona, y seguramente no te guste lo que ahora es; puede incluso que nunca haya sido lo que tú tienes prefigurado sobre él en tu cabeza llena de recuerdos distorsionados. Y si no ha cambiado, descubrirás que ahora es algo anacrónico en tu vida. En serio, te quitará muchos pájaros de la cabeza verle.
- Lo pensaré, lo pensaré. Es que ando igual que siempre, no me concentro, siempre con un tío o con otro, tengo que parar esto.
- ¿Qué tiene de malo?
- No lo sé...
- No seas boba, mereces divertirte.
- No sé, creo que me vendría bien un período asexuado.
- ¿Tú crees? Yo, en realidad, me quiero tirar a tu hermana- le dije para provocarla.
- ¡Idiota!- me dijo dándome un codazo cariñoso.
- Anda, déjame tirarmela...- dije canturreando y haciéndole cosquillas.
- ¡Jajajajaja! ¡Para, basta!

Después de un rato hablando sobre libros, pelis, polvos y proyectos nos fuimos a su casa a dormir. Dormíamos juntos con frecuencia, sin sexo. Es lo que lo hacía tan especial. El sexo trae consigo paranoias, mentiras y falsedades.

Opté al día siguiente por escribir otra canción. Le di vueltas, hice la letra, dibujé la melodía. Nada: otra mierda. Seguía anclado. Los demonios seguían sentados delante de mi. Se estaban divirtiendo de lo lindo. Entonces recordé otra máxima: no se debe crear para nadie. Eso también lo había leído. Y mucho menos crear para ellos. Es mejor crear para insultarlos, ofenderlos, levantarte y afirmar un “no valéis nada” sincero y creíble, pero sólo cuando no se puede evitar tenerlos presentes. Nada de complacerlos. Lo ideal es pasar de demonios, de público, de todo en general. Sólo desde la soledad, esa soledad lúcida en la que siempre eres un novato ante su primera obra, se puede conseguir algo de alivio.

Volví a quedar con Lucía. Traía noticias.

- ¡Lo he visto!- me dijo entusiasmada- lo llamé esta mañana y resulta que está en Sevilla, ¡y me he tomado un café con él!
- ¿Y qué tal te sientes?
- ¡Genial! En serio, tenías razón. No ha cambiado nada, sigue igual, ¡y hasta ahora no me había dado cuenta de lo mucho que he cambiado yo!
- ¿Ves? Has hecho bien en verle.
- Es que sigue igual, triste, quejándose de todo, enfermo, en crisis. Y el caso es que ahora, en vez de gustarme, me cansa. De verdad, a los cinco minutos de estar con él ya sabía que había hecho bien. Me siento liberada, estoy eufórica. Me quiero pegar una juerga, ¡y me la quiero pegar contigo!

Estuvimos de bar en bar hasta altas horas. Luego nos metimos en una disco y en un momento dado vi un destello de tristeza en su mirada, entre toda la gente que se divertía como si estuvieran en una dimensión diferente.

- Confiesa- le dije al oído.
- Nada- dijo ella apartando la mirada.
- Confiesa- insistí.
- Me he puesto un poco triste- dijo lacónicamente.
- Vamos a salir fuera, aquí no se puede hablar- le dije tomándola del brazo.

En la calle apenas había gente y ya se notaba el frescor de las madrugadas de septiembre, lo que era liberador, acercaba a las personas.

- Dime- le dije.
- No sé, es raro, ya no quiero estar con él, pero me siento triste- dijo mientras miraba a un lado y otro de la calle, paulatinamente.
- Es normal, le tenías cariño a tu ficción, tu pena era como una hoguera que te daba calor. Ahora cuesta desprenderse de ella. Sientes amor por tu hoguerita después de tanto tiempo.
- ¿Tú crees?
- Claro, he pasado por eso. Ahora, sin tu motivo de aflicción favorito, sin la melancolía que era tu brújula, la princesita anda desorientada, ¿qué tendrá la princesa?- le cantaba.

Me miró triste y se lanzó sobre mi y me abrazó, fuerte, y se quedó así un rato.

- Tranquila- le dije acariciándole el pelo- es la última despedida, duele porque es el último adiós, pero en unos días se te pasará. Tranquila.
Rompió a llorar en mis brazos.
- Duele decir adiós- le susurraba- tómate tu tiempo, tranquila. Despídete. La vida sigue. Despídete...

Lloró en silencio durante un tiempo precioso e indefinido mientras la gente entraba y salía de aquel antro. Y es que de las personas queridas se ama incluso al dolor que dejan, último nexo, último vínculo que queda, el resto de algo que fue tan grande como un universo entero, la conexión que más duele romper de todas porque tras ella ya no queda absolutamente nada de aquello que lo fue todo. Porque a veces, especialmente en las personas más puras, hasta el dolor encierra belleza.

(...)

Y así, unos días más tarde, desde la sinceridad, me puse a escribir un cuento. Y entonces sí. No le gustó a casi nadie, pero qué liberación: tras escribirlo, caminaba borracho de satisfacción por las calles, reconciliado con el mundo. Todo era estupendo, el aire olía bien de nuevo. Había expulsado a mi alien. También yo. Por fin.

Esther no dijo nada cuando se lo mandé. A Lucía le pareció divertido, aunque el prota le caía mal. Mis amigas se cabrearon al leerlo, pero apenas podía escuchar sus argumentos porque rememoraba una y otra vez los mejores momentos y me reía solo de pura satisfacción. Ahí quedaste, maldito engendro, fuera de mi, vivo, irritante, retratado como un monstruo por este artistilla anónimo que desgasta sus zapatos sobre adoquines que no llevan a ninguna parte pero que, sin embargo, van en la dirección de su propia fidelidad...

Porque la soledad lúcida sabe mucho de realidades virtuales en las que todos se dejan engatusar por las marionetas que su propia conciencia confunde con espejos. Pero la libertad, esa página en blanco aterradora, aún tenía preparada para mí nada menos que un incierto el-resto-de-tu-vida sin escribir y sin prefiguración alguna...

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lunes, 9 de septiembre de 2013

Etiqueta sobre el tejado



- Hola- le dijo él- ¿he llegado muy tarde?
- No tranquilo- le dijo ella- ¿todo bien?
- Sí, de mil maravillas; he llegado tarde porque he atropellado a un perro.
- ¿En serio?
- No. Por accidente.
- Pero... ¿de verdad?
- No. Era una broma.

Ella llevaba apenas cinco minutos esperándolo dentro del restaurante “Mesa del Tejado”: uno de esos nuevos lugares dedicados al diseño y a las delicias servidas en tejas esmaltadas con la correspondiente espiral de salsa junto a la porción de tenedor y medio que lo acompañaban y la dificultad añadida para cortar la comida con los cubiertos por culpa de la forma en U del plato ultramoderno. Sabía que ese tipo de restaurantes les chiflaba a ellas por el sentido de sacrificio alimentario realizado en beneficio de la belleza que llevaban implícito. Era como regalar flores: caras y sin finalidad, y con forma de vagina abierta. Comer algo bello que te dejará con hambre y que pagarás a cojón de pato representaba, en cierto modo, un adelanto de lo que sería su vida en pareja de salir todo bien: sacrificios absurdos y simbólicos fruto de una situación de evaluación continua con respecto a la debida adoración y su sinceridad y veracidad y profundidad y etc.

- Hay una terraza, ¿no te apetece más una mesa ahí afuera?- le dijo él.

Este ambiente pulcro y sin humo lleno de prefolladores que exhiben calma continente y se relajan con el tintineo de los cubiertos le fastidiaba bastante. Y el hecho de no poder fumar, más.

- Prefiero estar aquí dentro- dijo ella con voz encantadora- me molesta estar junto a tantos fumadores, afecta a mi percepción del sabor.
- Ahhhh....- dijo él largamente para hacer tiempo y controlar los estallidos de sarcasmo- pues yo soy fumador. La verdad ante todo y por delante. Nunca por detrás. Al menos al principio- ella lo miró extrañada, pero prefirió no dar crédito al segundo posible sentido de sus palabras.
- Hay muchos profesionales que te pueden ayudar.
- Sí, realmente no tendría que pasar por esto, hay profesionales para ello.

Ella lo escrutó con los ojos para averiguar si realmente había querido decir lo que había querido decir. Él le guiñó un ojo y sacó su más encantadora sonrisa: para él ya estaba claro que aquello no iba a funcionar y era mejor largarse cuanto antes y ahorrarse una pasta, pero era muy tentador seguir jugando. Y no podía evitar ser en el fondo educado y convencional. Ese contraste, al menos, le estaba divirtiendo, lo que ya era algo de por si. Llegó el camarero.

- Buenas noches, ¿qué desean beber?

Ella no dijo nada. Él comprendió enseguida que se trataba de una etiqueta en la que ella creía y que seguía como si fuera una religión.

- ¿Qué deseas tomar, princesa?- le dijo satisfaciendo así su subterránea exigencia.
- Un vino blanco, por favor.
- Yo tomaré una bebida energética- dijo él. Ella lo miró sorprendida. Él hizo como que no se daba cuenta.
- ¿Se refiere a red bull?- dijo el camarero con una frialdad inalterable basada en una carcasa de total indolencia.
- Pero de esta añada, por favor.

El camarero se marchó, no sin antes sonreír lo justo ante el aparente chiste.

- ¿Bebida energética? ¿Estás cansado?- le preguntó ella.
- No, qué va; lo hago porque me inspira sufrir taquicardia, pero háblame de ti: ¿te gusta el salto con pértiga?
- ¿Qué?- dijo ella.
- Una vez conocí a una saltadora de pértiga que tenía los hombros igual de bien formados que los tuyos- le aclaró intentando desmontar la bordería.

Esto de soltar la indirecta y luego desmentirla le estaba resultado delicioso. Se preguntaba cuánto podría alargar eso antes de que ella lo mandara al carajo.

- Gracias- dijo ella, con cierta musicalidad monótona e irónica.

El camarero llegó con las bebidas. Le mostró a él, hombre de la cita, la botella de vino blanco para que aprobara la elección.

- No gracias, entender de vinos es de nuevo rico- le dijo. Entonces el camarero, inmutable, le mostró la botella a ella. Ella asintió sin más, y le escanció una copa. Luego sirvió ceremoniosamente la lata de red bull en la copa de champán de él y se la dejó sobre la mesa para que pudiera servirse el resto conforme bebiera. Se puede ser sarcástico con los actos, notó él. Le caía bien el camarero, quien tras entregarles las cartas se marchó.
- ¿Nuevo rico?- le preguntó ella- ¿es que eres rico tú acaso?
- No- dijo mientras hojeaba la carta sin levantar la vista de ella.

A los pocos segundos comprendió que no iba a matizar nada más su respuesta, así que decidió hacer algunas preguntas.

- Bueno- dijo algo nerviosa- me dijo tu madre que has salido hace poco de una relación larga, ¿qué tal lo llevas?
- Oh, bien. Quisimos tener hijos pero sólo conseguimos un perro y no lo pudimos superar- respondió distraídamente sin apartar la vista de la carta.
- Ya... – dijo ella algo cansada.
- ¿Y tú?- dijo él al darse cuenta de que estaba perdiendo el tacto- Me dijo mi madre que tú también has salido de algo.
- Sí, pero no fue traumático. Somos amigos, hablamos mucho, nos llevamos bien.
- Yo hablaría más con mi ex, pero ahora mismo tiene una polla en la boca y eso supone una dificultad técnica para entender lo que dice... ¡Mira, estos espárragos con salsa de soja caramelizada deben ser excelentes!- dijo mostrándole su carta y señalando la foto con el dedo con una sonrisa pretendidamente falsa.
- Sí que la tienen, creo que yo también los pediré- dijo ella tristemente, bastante horrorizada por su último comentario.

Tras un rato de incómodo silencio decidió atacar con una buena dosis de franqueza.

- Dime, si no te apetecía, ¿por qué has accedido a esta cita?

Esto lo sorprendió, lo cogió desprevenido. Normalmente se enfadan de otra forma, más visceral, sin entrar en cuestiones, sin preguntar. Él siguió mirando la carta para disimular su sorpresa e intentar pensar algo y, tras un segundo, la cerró y la miró a los ojos por primera vez. En realidad era una chica preciosa y había nobleza en su mirada. Le sentaba muy bien ese vestido de tirantes blanco, reflejaba buen gusto, y tenía una figura bonita que movía con elegancia. Sus manos eran esbeltas. Sus ojos grandes y expresivos. Por un momento sintió vergüenza por ser tan borde con una criatura que sí, tenía tonterías, pero albergaba ese tipo de bondad que hace bellas a las personas en profundidad. Y en un mundo rodeado de gilipollas es casi un imposible no verse arrastrado por la marea de majadería reinante, aunque sólo sea un poco.

- No lo sé- dijo, dubitativo por primera vez- la presión del entorno, supongo. Todo el mundo está empeñado en que salga con otras personas.
- Mira- dijo ella- aunque eres un borde, me gusta que no te sientas en la necesidad de agradar a todo el mundo, refleja personalidad, me gustan las personas independientes; pero si sigues por esa línea, me temo que me marcharé. Eres muy gracioso, pero no sería fiel a mi misma si permitiera que me trataras así. Eso tienes que comprenderlo. Me han hablado muy bien de ti y por eso he venido, pero eso no te da carta blanca para que te comportes como te de la gana. Respétame, y nos conoceremos.

Él se quedó mirándola fijamente sin saber qué decir.

- Esto sí que no me lo esperaba- dijo al cabo de un largo minuto, avergonzado- tienes corazón...

Ella lo miró en silencio sin añadir nada. Ahora era ella la que jugaba su juego. En esto llegó el camarero.

- ¿Han elegido ya?

Ella lo miró a él a los ojos. Él la miraba también, bloqueado, incapaz de decir nada. No lograba inventar una mentira convincente. Para alguien como ella no. Tan sólo lograba intentar balbucir algo que no salía y se quedaba en un movimiento absurdo de su labio inferior.

- No, no voy a comer nada- dijo tras unos segundos demasiado largos, mientras recogía sus cosas y se levantaba, mirándolo de vez en cuando de soslayo con interés.

El camarero lo miró a él y ni siquiera preguntó: estaba con la mirada al frente completamente paralizado. Se marchó a por la cuenta.

- Cuando decidas no ser un animal, me avisas- le dijo- y te lo digo en serio: me gustas, pero así no.

La observó salir del local. Se movía como alguien de otro mundo. Había logrado lo que quería, joder la cita, sí, pero por primera vez no le gustó lograrlo, lo que sin duda ya era algo ganado, una superación.

Se quedó sentado con la mirada perdida más allá de la cristalera del restaurante, atravesando a las parejitas de la terraza, más allá de los edificios del fondo o del cielo oscuro de la noche, anonadado por este descubrimiento, esperando a que trajeran la cuenta mientras apuraba su red bull y se preguntaba cómo iba a lograr dormir esa noche por culpa de la taurina tan estúpidamente ingerida.

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